domingo, 17 de octubre de 2010

El destierro siempre



El destierro en sus inicios sólo tiene un cuarto. No es el peor. Pero sus paredes gruesas muestran signos de abultada humedad. El piso es de tablas y oculta alacranes que danzan rítmicamente en las noches de lluvia, imitando las sinfonías tontas de las animaciones del cine mudo.

El techo de caña brava está disfrazado por un cielorraso que sirve de telón de fondo a variados insectos en un circo con actos de acrobacia y malabarismo. Una solitaria gran cama, de enorme copete de madera oscura, aguarda a la madre y al niño en ese aposento, colindante a los comedores. Al de diario, el contiguo a la cocina, por la puerta izquierda y al de ocasiones especiales por la puerta de enfrente, alta, de postigos, casi siempre cerrados.

La puerta de la derecha, usualmente trancada, comunica con la habitación del abuelo. Pausado, únicamente él tiene el poder de abrirla y penetrar en las oscuras noches de soledad, cuando, ausente la madre en sus compromisos sociales y políticos, deja al niño sin conciliar el sueño, abrumado por los ruidos del miedo que susurra el patio interior. Allí, entonces, sentado en la cama, el abuelo le cuenta historias antiguas, bíblicas y familiares, y el niño se emparienta con los reyes y los jueces al observar al abuelo arrobado explicando lentamente los casos en los que administró justicia en el reino de la oscuridad de un antiguo dictador.

El cuarto tuvo después un armario, el matrimonial, de pesada caoba, donde cabía toda la ropa posible. También los secretos. Guardados en su doble fondo. Relevó de sus funciones a la cesta de la serpiente hindú que ahora se hincha de arrugadas y limpias ropas por planchar.

Un cuadro de la Virgen de Coromoto, adorna el cuarto. Y la madre al verlo se acuerda, con ocultas lágrimas, de su esposo. Fue su único regalo en su tormentoso noviazgo.

Cuando se instalaron las mesas de noche, la chifonier, la peinadora, y los otros restos del naufragio familiar, nuevos santos acompañarían las noches: san Antonio de Padua, el Santo Cristo de Limpias, la Milagrosa y el Ángel de la Guarda que aparece guiando a dos niños que atraviesan un peligroso paraje, en un cuadro que ilumina mis pesadillas de niño recién acampado en una casa de viejos.

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