José Gregorio Bello Porras
Un momento. No voy a disertar sobre el fenómeno poético literario que se produce en las grandes ciudades. Lamento decepcionarte, si buscabas crítica literaria o nombres o títulos de libros.
Me refiero a la esencia de la poesía urbana, realmente. Es decir, aquello que hace que la ciudad sea un fenómeno lleno de extraña belleza. De tanta y tan extraña beldad que en ocasiones marea.
El humo construye formas fabulosas. Tan solo son mejoradas por las nubes en su inquietante cambio permanente. El humo hace soñar a más de un transeúnte. Incluso si este no ha ingerido alcohol o aspirado gases de goma plástica.
El humo es un espectáculo. A veces desgarrador, cuando procede de la quema de un espacio verde que se transforma en negro rápidamente. El humo cargado de cenizas de eucalipto y pino, junto a la yerba más común son el incienso que se ofrece al infernal demonio que produce el piromaníaco.
Ya vas a abrir la boca para decir que no hay poesía en ello. Sino delincuencia, maldad, lo que quieras. Estoy de acuerdo. En el acto desgarrador no hay poesía. Sólo al ver y sentir la melancólica consecuencia de ese vandalismo se produce en ti la poesía. Cruel poesía, dura poesía pero poesía.
Si el humo es de un tubo de escape o de un concierto de tubos de escape que se convierte en un gigantesco órgano, en un monstruoso órgano de tubos casi insonoro que toca macabras piezas en la catedral de la ciudad vespertina y gris, otra es la poesía. Observa todo lo que dije sin respirar. Así hay que hacer ante ese singular inconcierto o desconcierto. No respirar. Prescindir del aire que ya está contaminado. Evitarle algo de plomo a tu torrente sanguíneo. Pero es ineludible. Aún dentro de tu aire acondicionado, sabes que respiras humo falsamente purificado. Observas las formas tenues, las movedizas fluctuaciones de la tarde, producidas por el calor de ese órgano de tubos de escape. Y sabes que no tienes escape. Es poesía. De la tristeza y el vacío. Pero poesía.
Si el humo es de un cigarrillo, puedes decir y observar lo que quieras. Al fumador o las volutas de humo que produce. Sí las volutas. Hacía tiempo que no pronunciaba el nombre de estas creaciones aéreas casi siempre redondeadas blanco azulosas. Todo un despliegue de destreza en este mundo tan acelerado. Si observas a alguien haciendo volutas de humo de cigarrillo, detente. Es un espectáculo único y en vías de extinción. Si las volutas no son de cigarrillo, también detente. Pero no mucho. La marihuana y la ignición espontánea pueden ser peligrosas si no se les manipula adecuadamente.
Pero el humo no es todo. La ruina, los huecos, la basura, pueden ser objetos de la más singular hermosura. Las ruinas producen formas raramente clasificables. Formas que no puede repetir con total sinceridad un artista visual o de la forma. La basura sí. La producimos y reproducimos todos. Incluyendo los artistas plásticos. Aquellos que arrojan desperdicios derivados del petróleo a nuestras calles y áreas cada vez menos verdes.
Este arte del plástico merece un premio aparte. La condena a vivir en un salón de arte plástico , situado en una casa plástica en plena península de Paraguaná. Por lo menos seis meses expuesto allí, si los resiste.
El arte rodante, la poesía de la buseta es abrumadora. El estado de las unidades es una loa. Tan ridícula como la misma palabra. Loa ¿A qué? A lo que sea. El que las llamen unidades ya es un beneficio, un eufemismo frente a su desintegración. Súmele a ello la experiencia del olor interior, de los ruidos, incluyendo los de los reproductores de sonido y la conducta misma del conductor frente al pasaje –porque quien aborde uno de estos transportes colectivos se transforma súbitamente en un pasaje– para tener una de las experiencias poéticas más singulares de la vida.
Pero no se crean que voy a agotar este descomunal tema que apenas entra en calor. Por eso lo despacho, por los momentos, sin conclusión alguna. A ver si tú has tenido parecidas experiencias y te animas a compartirlas. Si no. Ese silencio sonriente que me ofreces será suficiente.