domingo, 20 de diciembre de 2009

Las hojas del otoño han caído todas


Y el invierno ha llegado en el hemisferio norte. Mientras en nuestros predios tropicales la falsa nieve ocupa su lugar tratando de exaltar la imaginación de la gente, siempre que al sitio lo invada el aire acondicionado.

Nuestras costumbres han variado. Era de esperarse, pero siempre hay una tendencia a la reunión. Con mayor o menor grado etílico, pero destapa sentimientos escondidos y que se liberan en palabras que la lengua arrastra hacia afuera.

En otros casos existe una verdadera conciliación de cuentas, una verdadera unión. El cambio de estación parece producirlo.

Lo importante es conservar lo mejor de una costumbre, aunque la costumbre pase. Y siempre lo preponderante en ella es el sentimiento, lo intangible. El afecto que se esparce y que vuela como hojas secas llevadas por el viento hasta lejanos lugares del recuerdo.

Hoy, les ofrezco un pequeño relato sobre una foto. Casi anecdótico, pero que me produce ese encuentro con el recuerdo distante. Una imagen borrosa pero presente, dedicada a quienes creen todavía en la Esperanza y eL afecto . Y a todos los lectores. Que la felicidad los envuelva.


Una foto cerca de la muralla china



El padre Pou ocupó la habitación frente al patio. Siempre fue un cuarto de múltiples usos ese donde le fue asignado morar. Por eso, tal vez, también el sacerdote chino lo utilizaba de cocina, laboratorio y templo. El olor de la cebolla se unía con el del hiposulfito y el incienso en una mezcla que excita la curiosidad del niño de la casa. No era incienso litúrgico el que usaba. Era un penetrante incienso de inocultable raíz oriental.

El carácter del padre Pou era poco común para los otros habitantes de la casa. Siempre sonreía, como si nada de este mundo le preocupara, aunque disintiera de la posición del interlocutor quien, turbado, extraviaba todos los argumentos para la discusión.

A pesar de su afabilidad, pocos lo trataban y sólo se llevaba bien con el párroco y con el niño de la casa. Al primero reverenciaba de continuo. Al segundo le tomaba fotos que luego de procesadas en su cuarto, coloreaba a mano.

En un carnaval, cuando el niño se disfrazó de príncipe, como casi siempre lo hacía, la madre lo dejó ir, excepcionalmente con el padre Pou a la Plaza de la Concordia a tomarse una foto. El niño jugó en la rotonda, escuchando el eco de sus gritos, y queriendo oír en ellos las voces de los difuntos que allí se escondían, desde la época en que esa plaza era cárcel. El niño corría por las veredas de arbustos agolpados y piedra caliza bien tallada. Se escondía detrás de los setos y el padre que, para el niño, tenía superpoderes, no lo podía encontrar.

Sólo cuando la tarde se fue apagando y la luz era la precisa, el padre Pou coloca al niño en pose para la foto. Corrige la postura, retoca el maquillaje de un bigote y unas patillas pintadas con corcho quemado y hace varias tomas para regresar presuroso y justo a la misa de seis.

El padre Pou reveló las fotos e invitó al niño a observar el maravilloso proceso donde su imagen aparecía de la nada, tras una nube de humo. El niño descubre entonces que es del incienso el que mitiga el olor de los químicos reveladores.

El niño mira también el cuidadoso proceso de pintura de la foto cuando ya se halla seca. El padre con finos pinceles y mucha paciencia da color al rostro, ilumina las mejillas, abrillanta el traje de tafetán azul, la boina roja con pluma de ave zancuda, la espada de plástico semejante al metal y las plantas que le sirven de fondo. El príncipe está listo para mantener su mirada de niño por muchos años hasta su extravío.