Hoy la Lluvia de Hojas nos trae algunos textos exploradores del más profundo sentido. El sentido de la vida. Dicen que estos temas son para filósofos consumados. Yo creo que es para gente que piense, simplemente. Eso es ser filósofo de la vida. De allí que el tema se toca en el primer tercio de esta página empapada de experiencias.
Así, como el sentido de la vida llama la atención de quienes piensan, una historia llamará la atención del lector sobre el impulso humano. El personaje de la narración titulada Miss Christyno se debate entre ningún opuesto ni sobre ningún sentido más que el de su propia ambición. Tal vez el lector descubra otros aspectos de la naturaleza humana presentes y ausentes allí.
En el tercio final de la lluvia cae una llovizna de letras. Tres textos de un libro titulado Vísceras Públicas, exponen un sentir y una reflexión sobre las señales de tránsito como enseñanza metafísica. Punto bastante extraño si no fuera literal y literario.
Espero que el lector se empape y que la sequía nunca toque sus puertas.
El sentido de la vida, está en el descubrimiento espléndido de su principio y de su finalidad. Ambos significados, al fin de cuentas, convergen en uno solo.
Los sentidos ilustran nuestro entendimiento, es la primera vía de acceso al conocimiento. Y mediante este conocimiento, sea del tipo que sea, nos acercamos a la formulación del sentido de la vida.
Los sentidos orientan. Te dicen en qué dirección caminas, hacia dónde vas. Pero el sentido no es la finalidad. No es ni siquiera el camino, sino su indicador. Mucho menos, los sentidos no son el término de nuestro esfuerzo, la meta a dónde queremos ir.
Pero sin mapas o sin planos se nos dificulta la vía hacia ese punto deseado que se extiende en la medida que avanzamos hacia él. Estos planos que nos ayudan a formular los sentidos son generalmente planos interiores.
Pocas veces son enteramente expresables en palabras. Están detrás de las palabras, como el significado que subyace a ellas. Pero existen para cada ser humano. En borrador o bien elaborados, están a disposición del caminante.
Los sentidos y el sentido se encuentran, se tropiezan en este cruce de caminos. Y de su encuentro surge una posibilidad de reflexión. Esta reflexión es fruto de ese encuentro. Tal vez te sea oportuno revisarlo en ti mismo.
Los temas que vamos a revisar juntos han sido esenciales en el transcurrir del ser humano. Probablemente, encontrarás ese mismo significado en tu experiencia.
Son temas que algunos autores han llamado universales. Tal vez con un acierto paradójico. Porque eran sus reflexiones y ahora nos pertenecen. Y aquí son particularmente mis reflexiones. Y, con toda seguridad, serán tu propia creación, tu propia inquietud, después de que se adueñen de ti y tú de ellos.
Como reflexiones sobre esos temas tan particularmente universales, exigen más que un esfuerzo especial, un abandono a escuchar y ver lo que ese monólogo te dice, lo que te parece ese discurso que una vez fue mío. Ya verás y sentirás que tú puedes elaborar tu propia reflexión.
Los fragmentos que leerás pueden dar pistas a tus sentidos y a tu razón. Pero quieren, sobre todo, hablar a esa parte de tu ser interior que simplemente comprende, sin el esfuerzo de la racionalización. Si estas páginas logran ese objetivo serán, simplemente, reflexiones maravillosas.
Todos los sentidos que encuentras en la vida confluyen y construyen un sólo sentido. La experiencia de vivir para algo y encontrar, más que un impulso, la energía constante que mantiene la vida.
De la introducción del libro Cinco Sentidos de la Vida
Mi infancia es un delta de múltiples brazos que cuentan historias dispersas en la memoria. Allí encuentro a Cristina, la nana de P. y C. en su más tierna infancia. Cristina es una muchacha de Garabato que lleva como apellido Monterrey, la que lo emparenta con un prelado, también de esa zona, pero establecido en Caracas para organizar las conjuras eclesiásticas.
Cristina es muy joven cuando va a trabajar con Ligia y no sabe la O por lo redondo, por eso su patrona, que parece más una madre sustituta, tiene que enseñarle a leer, a escribir, a caminar como gente, a comer y vestirse como niña educada. Y lo aprendió rápido.
Cristina, una vez que baja de su caserío, cercano a San Pedro, no quiere regresarse y busca las más diversas dilaciones cuando le dan libre y Ligia le dice que tiene que ir a ver a su madre, una señora de largas clinejas que le ruedan por el piso, de no más de un metro veinte de estatura y mascadora empedernida de tabaco en rama.
En la casa de San Pedro, Cristina atiende, en ocasiones a los amigos de Elia que generalmente vienen los fines de semana. Allí, en uno de esos encuentros, conoce a Paolo LaPisa, paisano de Elia, del mismo pueblo que él. Un hombre dedicado al rudo oficio de la albañilería y con ambiciones de constructor. Pronto se enamoraron, cuando ella vio la posibilidad de salir del pueblo e irse más lejos con Paolo.
Se casaron tras un noviazgo más bien breve. Los padrinos fueron Ligia y Elia. Así se ven las fotos donde aparecen flanqueados por ellos. En el matrimonio eclesiástico casi todos los invitados parecían de Paolo, no obstante eran de Cristina quien no había invitado a su familia. Ni siquiera ella invitó a su madre. Una prevención, según su propio relato, para que no fuese a arruinarlo todo. En realidad nunca supe a que se refería. Pero esa señora no era de las que se oponía al matrimonio de sus hijas. Por el contrario, lo estimulaba como forma de elevación social y de salir de ellas, sencillamente. Es mejor un matrimonio que un entierro, decía enigmáticamente. Pero seguramente era una reacción primaria de su estado de ánimo.
Pero Cristina, por más recomendaciones que recibía de Ligia, no buscaba a su madre. Y se desentendió de ella poco tiempo después. La pareja fijo residencia en la capital y venía, de vez en cuando, de visita.
Al tiempo, Paolo consiguió un contacto y fue contratado para trabajar en New York. Así que hicieron sus maletas y se marcharon al norte. Se establecieron en el Bronx. Un viejo edificio de ladrillos, con un apartamento bien equipado y refaccionado por Paolo.
Allá tuvieron dos hijas. Mientras Paolo trabajaba duramente y ella también. Primero consiguió trabajo como mesera de una cafetería. Tuvo que aprender rápido el inglés. Un idioma que llegó a hablar fluidamente. Después cuidaba niños. Como siempre. Trabajaban tan duro ara tener los recursos pues querían mudarse a un sitio mejor.
Pasó el tiempo y se mudarían del viejo edificio de ladrillos donde tomaban fotos de las niñas en invierno y las enviaban al trópico. No obstante buscar la nieve, en muy pocas aparecía el manto blanco y parecía más bien el lavado gris de la vía. Se mudaron a una casa de los suburbios. Toda de madera. Cristina allí pareció deprimirse pues le recordaba su vieja casa de Garabato.
No pasó demasiado sin que esa situación generara conflictos en la pareja. Por lo que Cristina, adelantándose a los acontecimientos se consiguió un marido norteamericano y se divorció de Paolo.
Se casaron. Y se mudaron a una mansión en Staten Island, más alejada aún que la casa de madera que crispó los nervios de Cristina. En la mansión, Cristina mandaba a una muchedumbre de sirvientes y se hacía llamar Miss Christy.
Contrató, eso sí, para que no dijeran que tenía corazón duro, al propio Paolo. Así las niñas tendrían cerca a su padre. Pero les exigía que lo llamasen por su nombre americanizado, Paul. Paolo era el chofer y mayordomo de la casa. Pero sobre todo chofer. A ella le gustaba sentarse en la parte de atrás del vehículo, un Lincoln Continental Mark IV del 73. Un auto escogido por ella misma. Allí, en la soledad, no le hablaba a Paul sino le decía el destino en perfecto inglés. Y se molestaba si este no comprendía alguna dirección, amenazándolo con dejarlo en la calle.
Miss Christy viaja anualmente de vuelta a la patria. Sobre todo lo hace así los primeros años de su nuevo matrimonio. Después espaciaría sus retornos a ocasiones especiales. Generalmente muertes. En cada viaje trae recuerdos para los familiares cercanos que tienen cierta suerte y alguna posición en el mundo, según le gusta decir. A su madre sigue tratándola igual. La ignora.
La madre de Miss Christy cada vez se retrae más en sus costumbres de campo. Las largas clinejas se le deshilachan, la bata y las alpargatas, de tanto uso, se tornan grises como la nieve del Bronx. Y ella camina hablando sola y escupiendo a cada rato después de mascar tabaco. No se queja de su suerte. Disculpa a la hija porque, según sentencia misteriosamente, el camino de regreso es empinado. Tal vez es simplemente una acepción literal.
Miss Christy continúa su vida con su esposo norteamericano, viviendo en la mansión de Staten Island, mientras sus hijas se casan. En cada matrimonio, las entregaba su padrastro, en tanto que Paolo miraba la ceremonia desde la parte posterior de los bancos de la iglesia, vestido de uniforme negro, con la gorra debajo de uno de los brazos. Cualquiera que llegase diría que el chofer era tan fiel a la familia que lloraba en sus bodas.
Miss Christy organiza grandes celebraciones de ocasión, donde Paolo sirve los canapés y las bebidas bajo la estricta vigilancia de su patrona, no fuese a agotar las botellas con libaciones no permitidas, según ella le recuerda a Paolo, a cada paso, en su correcto e ininteligible inglés.
Miss Christy contrata para sus nietas una nana, traída especialmente de su tierra natal. Le prohíbe que le llame tía y le pone un uniforme, la obligación de terminar de aprender inglés y un sueldo miserable. Miss Christy se sonríe al no recordar, por primera vez, sus inicios como nana de dos niños en San Pedro.