Lejos de querer revisar un fenómeno de moda, deseo encontrar las raíces del haikú, que con sus diecisiete sílabas ha estallado en mí. Vino para quedarse. No me refiero a las antiguas bases centenarias del los versos de Basho o Bonshoo, sino ese renacer poético en mi interioridad de una forma métrica sencilla pero de complejo y sintético significado. Trataré de creer mientras hablo en voz alta que el lector se interesa por mi historia.
Recuerdo distantes las primeras lecturas de este magnífico arte del poema. Tan lejanas ya que el olvido tomó por asalto esa zona de mi mente. Fue un encuentro casual a los diecisiete años, en una librería ya inexistente, llevado de la mano por mi interés en lecturas de japoneses. Pero no eran exactamente lecturas de poetas sino de filósofos y terapeutas de ese país. Mas fue inevitable el deslumbramiento del encuentro con los tres maravillosos versos.
Tiempo después, Borges y Cortázar me indicaron la extraordinaria fuerza del haikú. Un solo verso valdría el título de un libro de Cortázar: Salvo el Crepúsculo. Y 17 haikú consagraban nuevamente a Borges como un poeta excepcional en todos los campos de la poesía. No en vano diecisiete haikú de diecisiete sílabas exactas conformaban una experiencia absolutamente vital. Luego en otros grandes autores, Octavio Paz, Benedetti, la forma poetica adquiría nuevos giros.
Al final me atreví a hacer los primeros hace unos diez años, más o menos. Tímidamente al principio y ahora con más arrojo que prudencia, como debería recomendar ese tipo de poesía, me decido a captar el mundo de esa manera.
El haikú es un arte marcial de la palabra. Tiene la exigencia de la métrica como conductora de una forma que ha de contenerse, antes que expandirse. Y además la síntesis y la sorpresa deben dirigir su contenido. Otras reglas se han perdido en el tiempo. Pero para qué necesitamos más, disciplina y síntesis. Sentir, percibir, pensar y expresar con exactitud, elegancia y brillo. Al menos ese es el reto de mi propia explosión del haikú.