Leyó en la enciclopedia que la cebolla es una planta herbácea bienal y se acordó en todas aquellas bienales literarias en las que participó sin haber obtenido ni la más mínima mención, sino únicamente la de encontrarse en la larga lista de participantes sin chance alguno.
Nada le dijo el hecho de que ese bulbo fuese de la familia de las amarilidáceas, pues sus raíces ascendientes eran otras distintas, en las que estaba escarbando para encontrar, tal vez, el origen de las especies o la causa de sus malestares.
La cebolla tiene capas, se dijo, mientras iba a la cocina para encontrar una sola en la cesta donde solía colocarlas. Fue quitándole una a una folios y folios que parecían ocultar el núcleo de su esencia.
Recordó entonces cómo él mismo se fue protegiendo con capas de escritos diversos y ocultó su propio núcleo, su identidad en miles de hojas escritas para diverso uso, incluyendo prospectos médicos y enciclopedias botánicas. Pero, al contrario de las cebollas, descubrió en un instante que sus capas eran gruesas y duras como las de un árbol, siempre que no fuese el alcornoque.
Mientras separaba las capas de la cebolla fue partiendo algunas y una menuda llovizna irritante, un rocío sulfuroso, alcanzó su nariz y sus ojos. Lloró. Porque al final aquel pequeño núcleo que encontró, un núcleo germinal, en nada parecía diferenciarse de todo lo demás.
La cebolla era un cúmulo de hojas. Y no eludió verse a sí mismo como un interminable montón de folios que no servían ni para comerse, sino apenas para comer.
Después de lavarse la cara y las manos continuó llorando. No había rastros de sulfóxido de tiopropanal en su rostro, pero sus lágrimas obedecían ya a creer que había encontrado la causa que lo agobiaba: el profundo vacío.