domingo, 3 de octubre de 2010

Entre el optimismo y la esperanza, un fantasma


La Lluvia de Hojas de hoy nos trae mucho verdor, el de la esperanza más que el de las hojas secas de otoño que son otro símbolo de los permanentes cambios que envuelven los ciclos de la vida.

Un primer texto replantea el tema del optimismo como una posibilidad. Apenas una posibilidad de transformar el mundo comenzando por la persona misma. El optimismo es una necesidad para la supervivencia del ser humano.

El segundo texto es un relato de un fantasma muy particular que rondó la infancia del niño de la casa. Una sombra que atravesó el pasado haciendo caer personas y objetos de su soberbia o sus sitios entronizados.

Tres poemas con algo de esperanza dentro de la amargura que siempre entrañan los sentimientos, finalizan esta Lluvia de hoy.

Que el lector la disfrute, refrescándole los ojos, la mente y el corazón.

Posibilidad del Optimismo



Ya en una oportunidad expresé que el optimismo es un ejercicio excepcional en el mundo de hoy. Todo tiende a que la oscuridad sea vista como sinónimo de futuro. La guerra, el terrorismo, la destrucción del medioambiente, del hombre y su casa: la tierra; hacen difícil de concebir la posibilidad del optimismo. Pero hoy la ratificaré. La vida cotidiana, incluso, tiene un lado sombrío, que hace del optimismo un ejercicio difícil. El optimismo es una vía angosta pero necesaria de concebir y vivenciar en el mundo. Es exigente pero aporta extraordinarios resultados en la existencia de quien lo practica.

La tentación del pesimismo es inmediata y proyecta una visión de la realidad oscura y sin salida. Si nos detenemos a reflexionar por un instante, observaremos que esta visión fatalista para nada nos sirve. Bajo esa óptica, la agresividad, la desesperanza y la destrucción es la más inmediata consecuencia.

El mundo y su devenir tienen una variedad de tonos, de claroscuros, de altos y bajos, de asperezas y suavidades. Estas diferencias son las que le dan matices a la vida y la hacen interesante. Si todo estuviera hecho, si todo estuviera resuelto no tendríamos la misión de construir nuestras vidas.

En ese existir podemos plegarnos con mucha facilidad a percibir sólo los lados sombríos, las dificultades, los aspectos desagradables y hacer un juicio definitivamente pesimista de la vida. El optimismo es más exigente.

El optimismo es posible y además necesario. No sólo para la supervivencia del ser humano sino para su crecimiento como persona y para la creación del mundo que desea.

El optimismo exige la voluntad de tomar la vida en las manos propias. Exige creer que podemos hacer de nuestra vida una existencia digna. El optimismo exige creer pero también sentir y sobre todo hacer realidad lo que queremos.

Fantasma extraviado 8



El padre Portillo aparece regularmente en la casa hacia la fecha de la festividad de san Juan Bautista y en los primeros días de agosto, en noches de relámpagos.

Las horas nocturnas son sus preferidas, aunque se ha referido su presencia diurna en forma de celajes oscuros y como causa de la caída de objetos sin explicación satisfactoria.

Un sacristán afirma haberlo encontrado doblado en la gaveta de los ornamentos sacros de color rojo, revestido como para oficiar una misa. Por ello interrumpió el santo sacrificio de las seis de la mañana con desproporcionados gritos agudos y una carrera detenida por el párroco y la puerta de su confesionario que cual liviana lápida cayó sobre una devota beata arrodillada hasta entonces y desplegada luego a todo lo largo del altar lateral dedicado a san Antonio.

Recogida la explicación de la impropia conducta, es puesta en duda debido al aliento alcohólico del despavorido sacristán que, así, sólo termina cargando entre otras cosas la culpa de las recientes pérdidas de vino de consagrar, la puerta arrancada de cuajo y a la adolorida y asustada mujer que será acompañada después por un monaguillo, tras beber, así, desparramada en un banco de la iglesia, una infusión de tilo traída desde la casa.

El párroco reflexiona unos instantes, después del disgusto y se acuerda que ya es tiempo de celebrar alguna misa de difuntos al padre Portillo.

No es la iglesia, sin embargo, el predio principal de exhibición del padre Portillo. Le gusta la casa. Está atado a ella por un designio secreto.

Allí, en el recibidor, lo encontró el teniente cura después de una furtiva salida, a altas horas de la noche. Lo halló sentado en una mecedora en actitud de paciente espera. Parecía una madre rezando por el hijo perdido en placeres mundanos. Largas lágrimas acompañaron al vicario el resto de sus noches en la casa, hasta que fue enviado, para su alivio, al cementerio, como capellán.

En el mismo recibo, veinte años antes, el entonces párroco lo saludó distraído. Hasta que se dio cuenta que era una presencia sobrenatural.

Poco tiempo tenía el prelado de haber sido elevado a obispo. Y durante toda su sede continuaría con la permanente impresión de haberse encontrado con un fantasma real. Y con el sabor de la culpa que solo sabe dar el afán por el oro.

Siempre repetía su recuerdo a quien tocara el tema. Incluso lo recogió en sus memorias, un opúsculo titulado Un Obispo de lujo al servicio del Señor:

(…) en las sombras de la meditación nocturna lo vi como un sacerdote desconocido que con luengo brazo y estrecha mano terminada en magros dedos me señalaba las ricas vestiduras episcopales, traídas de España anticipadamente, para mi erección episcopal. La capa pluvial bordada en oro estaba fuera de su envoltorio de papel de seda y la estola embutida de piedras semipreciosas rodó por el suelo con el ruido que solo hace el muaré

Desmayado por la impresión, atribuida a la inminente consagración episcopal, el obispo electo debió ser atendido por un médico vecino y guardar un reposo de tres días en los que se decía que estaba de retiro espiritual. Nada se comentó de su amarga expiación y de los sentimientos de culpa por su elaborado ropaje.

Sólo un osado ayudante se atrevió a sugerir que esas joyas tal vez no procedían de su fortuna personal, sino de un tesoro del que apenas tomó un pequeño préstamo, con acerbos intereses.

Rezando un breviario con susurrante voz monótona en latín, lo vio el hermano del párroco, después de recoger y contar a su favor la alcancía de limosnas pro-seminario. La estruendosa estela de monedas despertó a todos los habitantes de la casa con sobresalto y confusión. La misma que mantuvo por mucho tiempo el pálido contador que, mudo por una semana, no atinó nunca a explicar la razón de la hora de su labor ni la procedencia de los dineros que brotaban de sus bolsillos a borbotones inagotables como pozo petrolero en pleno reventón.

Pero a pesar de los fenómenos aparatosos que producía, el padre Portillo era tranquilo por naturaleza. Pasaba inadvertido la mayor parte del tiempo como si fuera una parte conocida de la casa. Aunque muchos de sus habitantes no dominaban los detalles de su historia ni su lugar de proveniencia, más allá de ser una referencia difusa de la otra vida, del pasado, de la nada recurrente.

La escasa historia escrita el padre Portillo es solo un brevísimo apunte en los libros parroquiales. El más enigmático de ellos, el Libro de Thamarón, lo asocia al oficio de resguardar, con extremado celo y gran efectividad, las joyas de las familias adineradas, de la codicia de los últimos piratas, en la seguridad del recinto eclesial. Ese tesoro nunca se encontró. Tal vez se alojaba sólo en la imaginación de los ambiciosos.

Al padre Portillo se le atribuye un testamento que nadie nunca vio. En él compromete a los sucesivos párrocos en la celebración de misas para la salvación de su alma que parece haber sucumbido en el deleite de las riquezas materiales.

Y aunque los de la casa dicen que sus apariciones obedecen al incumplimiento de la cláusula testamentaria, no dejan de cavar en las gruesas tapias de los cuartos, ante cualquier señal de oquedad, con la vana esperanza de obtener un enriquecimiento súbito.

Los esfuerzos de los buscadores del tesoro del padre Portillo son siempre recompensados con el hallazgo de filtraciones de agua, de objetos sin valor y de una extraña carcajada muy lejana que les hace desistir de sus propósitos.

Tres poemas con alguna esperanza



Vuelvo al tiempo

de las soledades postreras

de donde no creía salir.

Todo sigue en el mismo sitio,

el aposento que dejé vacío

el polvo lo cubre ahora

con su paso de tenue huella.


Vuelvo al exilio solitario de las esperanzas

allí están los mismos muebles

torvos amigos de la tiniebla:

el sarcófago

el ángel que llora postrado arrastrando sus alas exánimes

la oscura silueta de mujer envuelta en géneros, brocados y velos

que dejan escapar sus lágrimas pétreas en silencio.

Todo es olor a polvo, moho y lejana cercanía de la muerte


Había emergido presuroso de allí

tiempo atrás

con el deseo de encontrar el sol.


Ella me descubrió paseando despreocupado por un jardín de palabras

y nunca más puede soltarme de su mano.

Caminamos el mundo entero en una sola alegría

hasta que el miedo nos separó

con su cuchillo de doble filo.


Ella se quedó con mi corazón

Y ahora vivo con esta oscura caverna

dentro de mí.

Con este espacio vano.

Con esta risa huera, llena de ecos, que me acompaña,

burla que me perseguirá por el resto de mis días contados,

recordándome que la imposibilidad está sólo en no atreverse.


Le respondo a la sombra que me arriesgué –se ríe.

Que osé desafiar el destino que me indicaba la felicidad

con sus dedos de esqueleto –se ríe–

y me retaba a pasar esa raya falsamente impenetrable,

esa distancia entre mi deseo y la acción.


Pero no fue suficiente.

Esperé un milagro

entonces.

Y aquí

estoy

a

las

puertas

de

la

nada.

De Instantáneos


Bajar hasta las profundidades

del infierno

es fácil.


Sólo dejarse caer

por sus empinadas escaleras

circulares

dando curvas precisas

en cada vuelta de campana,

pregonera de un fondo

que nunca llega.


El regreso

Ese sí es arduo.

Salir del foso

con las piernas rotas,

sin alas,

es cosa seria

que hace pensar

en lo inconveniente de esa caída,

en la imposibilidad de la tarea,

en el ascenso

como única forma

de redención

casi negada

hasta por la esperanza.

De En el inicio de la vida


Miro las hojas que fui dejando en el camino

para no perderme de regreso

a sabiendas que nadie las comería


Algunas palabras han envejecido

sobre sus amarillentas superficies

Tanto

que en el otoño mental

se confunden con el paisaje

y se visten de tierra

con la esperanza de renacer

en otras palabras vivas aún.

De El paso de la serpiente