El padre Portillo aparece regularmente en la casa hacia la fecha de la festividad de san Juan Bautista y en los primeros días de agosto, en noches de relámpagos.
Las horas nocturnas son sus preferidas, aunque se ha referido su presencia diurna en forma de celajes oscuros y como causa de la caída de objetos sin explicación satisfactoria.
Un sacristán afirma haberlo encontrado doblado en la gaveta de los ornamentos sacros de color rojo, revestido como para oficiar una misa. Por ello interrumpió el santo sacrificio de las seis de la mañana con desproporcionados gritos agudos y una carrera detenida por el párroco y la puerta de su confesionario que cual liviana lápida cayó sobre una devota beata arrodillada hasta entonces y desplegada luego a todo lo largo del altar lateral dedicado a san Antonio.
Recogida la explicación de la impropia conducta, es puesta en duda debido al aliento alcohólico del despavorido sacristán que, así, sólo termina cargando entre otras cosas la culpa de las recientes pérdidas de vino de consagrar, la puerta arrancada de cuajo y a la adolorida y asustada mujer que será acompañada después por un monaguillo, tras beber, así, desparramada en un banco de la iglesia, una infusión de tilo traída desde la casa.
El párroco reflexiona unos instantes, después del disgusto y se acuerda que ya es tiempo de celebrar alguna misa de difuntos al padre Portillo.
No es la iglesia, sin embargo, el predio principal de exhibición del padre Portillo. Le gusta la casa. Está atado a ella por un designio secreto.
Allí, en el recibidor, lo encontró el teniente cura después de una furtiva salida, a altas horas de la noche. Lo halló sentado en una mecedora en actitud de paciente espera. Parecía una madre rezando por el hijo perdido en placeres mundanos. Largas lágrimas acompañaron al vicario el resto de sus noches en la casa, hasta que fue enviado, para su alivio, al cementerio, como capellán.
En el mismo recibo, veinte años antes, el entonces párroco lo saludó distraído. Hasta que se dio cuenta que era una presencia sobrenatural.
Poco tiempo tenía el prelado de haber sido elevado a obispo. Y durante toda su sede continuaría con la permanente impresión de haberse encontrado con un fantasma real. Y con el sabor de la culpa que solo sabe dar el afán por el oro.
Siempre repetía su recuerdo a quien tocara el tema. Incluso lo recogió en sus memorias, un opúsculo titulado Un Obispo de lujo al servicio del Señor:
(…) en las sombras de la meditación nocturna lo vi como un sacerdote desconocido que con luengo brazo y estrecha mano terminada en magros dedos me señalaba las ricas vestiduras episcopales, traídas de España anticipadamente, para mi erección episcopal. La capa pluvial bordada en oro estaba fuera de su envoltorio de papel de seda y la estola embutida de piedras semipreciosas rodó por el suelo con el ruido que solo hace el muaré…
Desmayado por la impresión, atribuida a la inminente consagración episcopal, el obispo electo debió ser atendido por un médico vecino y guardar un reposo de tres días en los que se decía que estaba de retiro espiritual. Nada se comentó de su amarga expiación y de los sentimientos de culpa por su elaborado ropaje.
Sólo un osado ayudante se atrevió a sugerir que esas joyas tal vez no procedían de su fortuna personal, sino de un tesoro del que apenas tomó un pequeño préstamo, con acerbos intereses.
Rezando un breviario con susurrante voz monótona en latín, lo vio el hermano del párroco, después de recoger y contar a su favor la alcancía de limosnas pro-seminario. La estruendosa estela de monedas despertó a todos los habitantes de la casa con sobresalto y confusión. La misma que mantuvo por mucho tiempo el pálido contador que, mudo por una semana, no atinó nunca a explicar la razón de la hora de su labor ni la procedencia de los dineros que brotaban de sus bolsillos a borbotones inagotables como pozo petrolero en pleno reventón.
Pero a pesar de los fenómenos aparatosos que producía, el padre Portillo era tranquilo por naturaleza. Pasaba inadvertido la mayor parte del tiempo como si fuera una parte conocida de la casa. Aunque muchos de sus habitantes no dominaban los detalles de su historia ni su lugar de proveniencia, más allá de ser una referencia difusa de la otra vida, del pasado, de la nada recurrente.
La escasa historia escrita el padre Portillo es solo un brevísimo apunte en los libros parroquiales. El más enigmático de ellos, el Libro de Thamarón, lo asocia al oficio de resguardar, con extremado celo y gran efectividad, las joyas de las familias adineradas, de la codicia de los últimos piratas, en la seguridad del recinto eclesial. Ese tesoro nunca se encontró. Tal vez se alojaba sólo en la imaginación de los ambiciosos.
Al padre Portillo se le atribuye un testamento que nadie nunca vio. En él compromete a los sucesivos párrocos en la celebración de misas para la salvación de su alma que parece haber sucumbido en el deleite de las riquezas materiales.
Y aunque los de la casa dicen que sus apariciones obedecen al incumplimiento de la cláusula testamentaria, no dejan de cavar en las gruesas tapias de los cuartos, ante cualquier señal de oquedad, con la vana esperanza de obtener un enriquecimiento súbito.
Los esfuerzos de los buscadores del tesoro del padre Portillo son siempre recompensados con el hallazgo de filtraciones de agua, de objetos sin valor y de una extraña carcajada muy lejana que les hace desistir de sus propósitos.