sábado, 21 de junio de 2008

Y MÁS IMÁGENES

Las imágenes llenan el espacio. Todas son antiguas aunque haya pasado sólo horas de su detención preventiva en el tiempo. Recorren la historia reciente o la que se piensa inmemorial. Pero están siempre a un paso. A una mirada de nuestro alcance. En esta ocasión caen en Lluvia de Hojas en dos textos.

En la vía dos, se convierten en una reflexión ambulatoria sobre la suerte de nuestro paso por la ciudad.

Se hacen palabra con el relato La señora Rosa. Extraído de la más pura prehistoria personal. Lleno de claves y de imágenes hechas palabras significativas.

Las imágenes son reflexión. Un reflejo tan solo de nuestro breve paso terrenal que, tal vez, puede perdurar por siglos en la memoria de los otros. O unos segundos de vibración. Pero eso sólo lo dirá el tiempo.

EN LA VÍA DOS

José Gregorio Bello Porras

Nuevamente acudo a la imagen para expresar lo que la palabra no puede. O tal vez sí. Pero exige un esfuerzo que hoy no estoy dispuesto a dar. No por, usted, querido lector, sino por mí, humilde mortal hecho trizas por la cotidianidad más simple.

Con el título delato los reflejos de una realidad parecida a la anteriormente expresada en estos espacios, mas solo en apariencia distinta. Continúo la idea de la vía como camino de conocimiento. De la realidad. Y de la interpretación de este concepto.

Ahora ocurro a los contrastes para mostrar que todo es igual a pesar de las apariencias. De un lado a otro de la ciudad se encuentran similares avisos de nuestro espectacular caos.

El hombre o la mujer de a pie se topa con el sedente o con la máquina de transporte. El templo puede ser elevado al azar o a un credo manifestado vía satélite. La casa se compara con la casa. Pero hay diferencias. El detalle con el detalle. Y todo sufre el efecto de lo pasajero. Ser un reflejo distante, una coloreada imagen de un fragmento de la realidad.

Para ser conscientes estamos. Para ello la imagen delata o encubre. Tú pones el resto, el ojo intérprete, el ojo que todo lo ve o todo lo absuelve.

















LA SEÑORA ROSA

José Gregorio Bello Porras

La señora Rosa se atreve ahora a retornar al país, totalmente protegida por su apellido de soltera y el irremediable tiempo que ha pasado desde la caída del dictador desde la génesis del experimento democrático.

A la señora Rosa le quedaron malos recuerdos de aquella huida apresurada por tejados nocturnos. También un brazo con músculos necrosados, como consecuencia de la fractura por caída.

Pero paradójicamente, guarda buenas remembranzas de quienes le ayudaron a escapar de la oscura suerte de ser mujer del jefe de la policía del régimen caído. Y esos recuerdos la hacían agradecida.

Para el niño de la casa la señora Rosa era muy simpática. Siempre venía con maravillas que le asombraban. Y le traía ropa nueva, absolutamente original. La verdadera ropa americana, como dice la madre del niño.

Esta vez lo sorprendió con un terno verde oscuro a la última moda. Solapa estrecha y pantalón casi tubo, además del chaleco que le resulta toda una novedad. Viene además con camisas y zapatos de marcas que no se encuentran en estas tierras. Y no siendo poco eso, trae caramelos y chocolates por cajas, que serían la envidia de los demás compañeros de escuela.

También en esta visita la señora Rosa acarrea una primicia viviente. Trajo a su suegra. Una diminuta anciana de atribulado rostro, surcado de llantos antiguos y recientes, que ofrece como regalo, tanto al niño como a su madre, pañuelos bordados con las iniciales de sus nombres. Gesto que la madre del niño sabe corresponder con atenciones esmeradísimas y comentarios tristes sobre los tiempos idos.

Pero al niño le parece extraño el regalo y lo asume como una invitación de la anciana a acompañarla en su desvarío. Sin embargo, encuentra en ella cierta dulzura de abuela que perdona todo desatino.

Mientras las mujeres hablan, el niño se prueba el traje y modela frente al espejo una compostura presidencial. Obligado por la madre a salir de su habitación, tiene que presentarse ante las mujeres que exclaman admiraciones sobre el corte, la caída y la elegancia del diseño. Al niño esto le abochorna. Y al devolverse a su cuarto, para quitarse su ensueño y su rabia, se promete, dilatando su acción, no salir hasta que se marchen las mujeres.

Por la ventana de la sala, el niño observa el automóvil marcharse. Sólo la anciana, mirando por una de sus ventanillas traseras, se ha percatado de su sigilo. Y parece despedirse en silencio con la triste mirada de quien no regresará.