La Lluvia de Hojas de Hoy trae de todo un poco. Como cualquier precipitación se viene con todo. Una reflexión sobre la verdad, hecha a modo de pequeñas sentencias, abre la caída libre en el sitio. Un tema a menudo empantanado por las opiniones, aquí se trata de visualizar, desde la perspectiva del lector.
Luego caemos en El Tanque, un relato sobre el niño que persiste en andar por estos espacios, arriesgándose a explorar territorios desconocidos sin salir de su casa.
Tres poemas, como siempre van en procura del lector, interrogándose sobre palabras borradas, sobre el tiempo y la memoria y otras preocupaciones filosóficas que pueden tan solo servir para que el lector se refresque con esta lluvia.
Pero se niegan hasta su propio pensamiento. Si nada es verdad, su afirmación tampoco lo es.
Esta contradicción en el plano de las palabras e ideas manifiesta en cierta forma la naturaleza de las verdades en nuestro mundo de ideas.
La negación o la afirmación absoluta parecen no ser valederas para lo que expresamos en palabras.
La verdad absoluta puede existir sólo más allá de las palabras. Y probablemente sería una convicción inexpresable.
Afirmar la inexistencia absoluta de la verdad es también completamente inútil y absurdo.
Sucede a menudo que esta negación se basa en el hecho de un enfrentarse con la apariencia de las cosas.
Mucho de lo aparente es incierto, es tan sólo una simulación. Pero ello no basta para desestimar la verdad como algo posible.
Quien niega la verdad es porque en algún momento ha creído en ella y se ha desilusionado. Entonces la descalifica.
En el punto de desilusión es mejor aceptar la posibilidad de la equivocación. Y esperar que la verdad funcione en nuestras vidas también como una posibilidad.
La tarde está nublada. Así ha estado todo el día. La humedad del tanque se acentúa en verdes más oscuros que el anochecer. El niño de la casa emprende, en ese momento, la excursión hacia el solar vecino, acompañado de varios compañeros.
La pared que lo separaba de la parte final del colegio ha caído bajo el peso de una lenta remodelación, lo que dejó al descubierto una balaustrada fácil de trepar y un muro no muy alto pero algo sombrío, por la edad que parece sufrir.
El niño puede ver por vez primera en todo su esplendor, desde su base, la palmera que aposenta las corujas y ese amplio patio con diversas plantas, frondosas en su descuido. También observa las caminerías laberínticas de piedra y las derruidas tapias.
Pero el tanque es lo que más llama su atención. De hondas aguas verdes, se sitúa al lado derecho del patio, desde la entrada que improvisaron los intrusos, dominando con su humedad el solar.
Algunos de los compañeros del niño inventan que es una piscina donde pueden nadar. El niño se detiene a observarlo cual pila bautismal donde vive el miedo. Su oscuro verdor cala los huesos. El niño imagina al monstruo que lo habita, escuchando los gritos de los niños. Ve cómo espera, agazapado, que alguien caiga en su tentación.
El monstruo del tanque sabe cuándo hace calor y aguarda ansioso por sus presas. Aunque el niño no tiene noticia de ninguna, sabe que los hechos verdaderamente espeluznantes no guardan testigos. De lo contrario, serían sucesos policiales que salen publicados en las Noticias, con crueles fotos que nunca han debido permitir los involucrados.
El monstruo aguarda. Tiene paciencia a que los niños terminen los juegos y quieran sumergirse en el tanque. Sabe esperar por siglos. Es más, piensa que mejor si se sumergen tarde, si casi son las seis y la luz se esconde en la frondosidad del patio y sus tapias. A esa hora no se ve el fondo y lo que parece un resbalón accidental es el ataque del monstruo.
Por eso el niño no se baña en esa oscura secreción del solar vecino. Prefiere observar cómo se arriesgan sus compañeros. Tal vez, con la esperanza de que no los ataque el monstruo.
O tal vez sí, porque así él sería un testigo de excepción.