domingo, 9 de mayo de 2010

De la felicidad entre seres oníricos y palabras


La Lluvia de hoy nos empapa de disímiles reflexiones y palabras. Todos los días son buenos para celebrar la felicidad, por ejemplo y eso es lo que hace la primera reflexión. Plantea sin pretensiones más que las de un llano hablar con el lector que la felicidad es compartir y que ese acto nos lleva a la realización personal. No es poca cosa.

Un relato que ronda la fantasía de lo onírico despertará al lector. Gárgola I, pues es una entre una serie de estas criaturas, abonará el terreno parar la imaginación, con cenizas y humos extraños.

Tres poemas que en común tienen la palabra como sujeto del decir y el tiempo como espacio para ese decir concluyen, como siempre esta Lluvia de Hojas.

Espero que el lector se refresque con esta intención y todas estas palabras.


La felicidad, compartir y crecer interiormente


Cada vez que doy algo bueno de mi mismo a los demás me siento mejor. Cada vez que comparto, aunque sea una palabra o una mirada de aliento a quien está a mi alrededor, me siento mejor. Cada vez que tengo un pensamiento o un deseo de bienestar hacia los demás, el bienestar y la felicidad se acrecientan en mí.

Comparto con los demás y la felicidad se hace presente. Soy inmensamente rico en posibilidades de hacer el bien. Cuando lo hago, mi felicidad se acrecienta. Tanto si veo la alegría de los demás, como si esta se oculta en las apariencias. Tanto si veo el agradecimiento de los demás, como si no me lo expresan. Para mí es suficiente compartir la riqueza interna que poseo para acrecentar mi felicidad.

Cuando doy, lo hago en silencio. Para que mi propia alma sea la única que experimente el gozo de dar. Cuando publico mis buenas acciones tan sólo estoy haciendo una campaña para obtener el reconocimiento externo. Pero el mejor logro, es esa sensación de haber hecho lo que debía hacer.

La felicidad que experimento es mi propia ganancia. Ella me permitirá seguir dándola a los demás y acrecentando mi riqueza interna.

Si mantengo una actitud de felicidad en la vida, estaré más cerca de avanzar en ella y comprender su significado. Mantener una actitud de felicidad es saber que puedo contar con la posibilidad de ver otro día, cuando los hechos parecen no favorecerme. Si mantengo una actitud de felicidad, los obstáculos serán una transitoria parada para recobrar fuerzas y seguir adelante.

Aprendo a ser feliz no sólo en las circunstancias agradables, sino también en aquellas que parecen crueles. Porque sé que de alguna manera están dispuestas para que yo crezca. Y yo estoy decidido a crecer en felicidad.

Si la felicidad procede de mi ser interior, nunca me abandonará. Si pongo la felicidad en las cosas materiales, en las circunstancias de la vida, en lo que controlan otras personas, estaré siempre dependiendo de esas circunstancias externas.

Pero dependo de mí mismo, de ese ser interior que es mi verdadero yo. Y allí reside la felicidad auténtica, la que me enseña que toda dificultad es una prueba a ser superada, que todo obstáculo en la vía está dispuesto para que yo lo supere.

Cada vez que me doy cuenta de que puedo asimilar lo bueno, y lo que no parece tan bueno, para mi provecho, me siento feliz de disponer de esas posibilidades para ser mejor. Sé, entonces que el aprendizaje de la felicidad es crecimiento interior.

GÁRGOLA I


Todos los días, al bajar hacia la avenida para tomar el bus que lo conducía a su trabajo en un oscuro ministerio del centro de la ciudad, se detenía en la panadería de la esquina a tomar un café.

Allí, además del café, recobraba fuerzas para la aburrida jornada que le esperaba repasando planillas, sellándolas y repartiéndolas a los diversos funcionarios encargados de emprender los trámites que entrañaban esos papeles. Abstraído en sus pensamientos humeantes, aprovechaba para detallar la iglesia que quedaba diagonal a la entrada de ese sitio, muy concurrido en las mañanas. Prefería la puerta por recibir la fresca brisa, escapar del pequeño tumulto interior y observar detenidamente el templo.

Nunca se había reconocido como un creyente. Desde que hizo la primera comunión --empujado por sus padres a la catequesis y motivado por el traje y el regalo que le tendrían después de esa misa-- no había regresado a la iglesia. Pero esa estructura le atraía sobremanera. Su estilo neogótico hacía que sus dos torres terminadas en pináculos parecieran desinflar las nubes, a ratos o desgarrar el azul cambiante de los cielos de cada estación indefinida de ese trópico donde vivía.

Precisaba, valiéndose de sus estudios de Educación Artística en un lejano segundo año de bachillerato, cada parte de la edificación: el tímpano, allí junto a la puerta principal, el rosetón arriba, enorme vitral que le deleitaba y por el que se prometía, sin cumplirlo nunca que algún día entraría a ese templo a ver cómo pasaba la luz por esos cristales de color; los contrafuertes, las ojivas en las torres y esa gárgola solitaria que le observaba siempre desde ese ángulo de la puerta de la panadería.

La gárgola tenía grandes pezuñas o tal vez eran garras. A esta distancia no podía determinar la naturaleza de esas extremidades pétreas. Además se configuraba con unas enormes alas de murciélago, casi membranosas a pesar del duro material con el que estaban hechas; unas fauces agresivas que mostraban enormes dientes, vistos como una sierra implacable a la distancia; los cuernos retorcidos que lucían de negro e infernal marfil, seguramente por la polución automotriz de la avenida; pero sobre todo esa mirada con punzantes ojos en los que veía un destello de brasa que nunca se apagaba.

Terminado el café, unos segundos más de observación de la monstruosa figura lo impulsaban a seguir camino hasta la avenida. Desde donde tomaba el bus ya no la distinguía. Del templo sólo parte de las escalinatas hasta la entrada del atrio, su fachada y las agujas de sus pararrayos en lo más alto de las dos torres.

No supo decir desde cuando había comenzado la observación casi obsesiva de ese detalle de la iglesia gótica cada mañana de trabajo. Si se dio cuenta que después de un tiempo, cuando estaba de descanso, los fines de semana y en sus vacaciones anuales, al pasar por allí le hacía un saludo a la recia figura y hasta creía ser correspondido con una leve inclinación de cabeza. Cosa del paso de las nubes, se decía, que hacen ver en movimiento los objetos fijos.

Poco antes de empezar con los sueños, recordó que, por simple casualidad, ¿casualidad? se preguntaba, había cambiado de lugar al tomarse el café matutino y observó que también desde ese sitio, la gárgola lo observaba. Entonces recordó el cuadro que presidía la sala de su casa, una litografía enmarcada de la imagen del Corazón de Jesús, pues su padre era de una cofradía muy piadosa y lo entronizó en el lugar de honor. Ese cuadro tenía esa misma particularidad, daba la ilusión que la imagen del barbado Jesús, de delicados rasgos, labios rojísimos y sonrosada tez, clavase sus azules ojos entornados de largas pestañas, sobre el espectador, estuviese donde estuviese. Pero poco después supo que esa característica, esa ilusión era casi exclusiva de ciertas imágenes gráficas. Nunca de inmóviles estatuas.

Un escalofrío recorrió su cuerpo.

Los sueños comenzaron la noche siguiente. En ellos se veía saliendo de su casa y caminando por una larguísima y estrecha calle que desembocaba al templo gótico. Allí miraba hacia la gárgola y esta se desperezaba batiendo con fuerza sus alas membranosas. Una lluvia de polvo gris y volcánico caía en ese instante. La gárgola rugía y él se quedaba inmóvil contemplándola, mientras ella también se fijaba con fiereza en él hundiéndole los ojos en los suyos con tal severidad que le causaba un dolor inenarrable. Despertaba.

El sueño se repetía todas las noches hasta el momento en que el ser terrible casi emprendía vuelo. Allí, sobresaltado, detenía la pesadilla con el frescor de la vigilia, sin importar la temperatura ambiental. Siempre empapado en sudor, le costaba reponerse varios minutos y emprender su rutina diaria.

A pesar del terror que le causaba en la noche el ser de otro mundo, siempre en las mañanas se detenía a observar su mirada. Ha de ser que lo estoy retando, se decía, pero no podía dejar de practicar diariamente esa contemplación.

Todo el día, todas las jornadas, se iba llenando con esa única acción. Observar la gárgola. Descifrar las señales de su mirada. Por las noches, se prometía no soñar con ella pero no podía cumplir su juramento. La larga calle se abría e iba a su nocturna cita hacia la fachada lateral del templo que siempre le parecía más gris y atemporal, para ser testigo del inminente vuelo de la gárgola, siempre detenido por el oportuno despertar. En ese vuelo había algo aterrador.

No obstante, una noche llegó demasiado cansado del trabajo. Uno de esos operativos especiales de atención al público, donde tuvo que lidiar con miles de formatos, sellarlos y desglosarlos. Ese agotamiento hizo que se durmiera profundamente. En el sueño, esa vez pudo hasta contar los adoquines de la calle lateral al templo, apreciar los musgos en los muros de piedra y observar con detalle el movimiento de la gárgola que se desprendió súbitamente del edificio y bajó en picada hacia él. Nuevamente lo invadió la parálisis que precedía al despertar. Pero no despertó. Una ráfaga de lava tomó todo su cuerpo. La gárgola había desaparecido. Se había fundido en él.

Despertó con fiebre alta. Retardado para ir a la oficina. Se iba a excusar telefónicamente pero recordó que era imprescindible su presencia ya que, a pesar de sus esfuerzos, aún quedaba algún trabajo remanente del día anterior. Aunque lo que le impelía, realmente, levantarse y salir era la visión de la gárgola. Se bañó con agua fría, tratando de bajar su elevada temperatura. Se vistió y salió con premura. Fue a la panadería y pidió su café. Al colocarse en su punto de observación miró hacia el sitio donde se aposentaba la gárgola. El impacto fue tremendo. No estaba. El sitio que ocupaba ahora estaba vacío. Algunos rastros de hollín nada más. Se acercó a las inmediaciones tratando de comprobar alguna anormalidad, un impacto en el piso, algún andamio o escalera que explicara esa súbita remoción. Nada encontró.

Con visible perturbación se dirigió a las puertas del templo. Una anciana y obesa monja, especie de sacristana, con gafas enormes y gruesas, lo atendió con gran despreocupación mientras continuaba barriendo el pórtico. Hermana, le preguntó, qué pasó con la gárgola esa que estaba en el lado derecho de la iglesia, esa que miraba hacia la calle lateral? La religiosa barrendera se detuvo unos instantes, pensativo, sin dejar de mirar la escoba con que apilaba el polvo de la calle y a su vez le preguntó sin mirarlo ¿la gárgola? Él creyó que era necesario explicar más, Sí esa monstruosa imagen, con cachos y alas de murciélago y garras que tenían allí hasta ayer. Sí, si, sí, yo sé que es una gárgola, le dijo la sacristana, mirándolo con ojos de topo y notándosele entre la irritación algún acento entre castizo y francés. Ajá, sí la gárgola, reiteró. Esta vez la sacristana hizo una pausa y lo observó con un detenimiento colindante casi con el desprecio antes de decirle Mire señor, allí nunca ha habido ninguna gárgola. En esta iglesia no hay gárgolas, ¿usted acaso ha visto una? Usted está tomado, usa drogas, o padece de alguna enfermedad?

Con ojos desorbitados, apenas escuchó tal noticia, dio tres atrás y corrió de una manera desaforada presa de la desesperación.

Sin saber cómo a los pocos segundos, levantó vuelo con unas enormes alas membranosas y planeó sobre el templo bajo la absorta e íngrima mirada de la aterrada monja.