Nada hay tan difícil como lo que se promete fácil. A ello se llega por experiencia. Amarga, casi siempre. Una suerte de psicología inversa, a la que nos tienen acostumbrados los interesados en deshacerse de un invento, creado por un genio que lo que quiere es meter al usuario en su problema.
La práctica nos advierte, en estos casos, con extrema severidad que si el comercializador promete algo sencillo, un asunto grave ha de ocultarse en la pretendida manipulación del artículo de consumo: un error irredimible, un obstáculo insalvable, un vencimiento inmediato, o una prueba de fuego o de agua o de aire o de tierra, fundamental para la filosofía estoica del hombre común contemporáneo.
Por ejemplo, el abrefácil, esa especie de anillo de compromiso con lo inevitable, que viene en latas de diverso tamaño, es la pieza que mejor ejemplifica este principio de marketing desesperante.
Un abrefácil es un instrumento de frustración inminente. Cuando el usuario, desprevenido, como siempre, se enfrenta con él, debe saber de antemano que las instrucciones para su uso serán sólo el pretexto del fabricante en el empeño de reafirmar la impericia del consumidor, en el menor de los casos, o demostrar su torpeza flagrante en extremo, en caso de querella civil o penal.
Porque las instrucciones son tan fáciles que deberían rezar así ( a muchos santos):
1. Desprenda el anillo lo suficiente como para introducir el dedo sin que sufra peligro de trombosis.
2. Levántelo solícitamente, asiendo la tapa y la lata firmemente, con la finalidad de evitar el desprendimiento de forma anticipada. Del dedo o del anillo, seriosw eventos que deben controlarse.
3. Hále el anillo hacia arriba y en dirección opuesta al que le dicte su sentido común y su conciencia.
4. Y ya está.
5. Empiece a buscar el abrelatas, un cuchillo o algo con lo que atacar al inventor de esta facilidad tan bestial.
En ocasiones las advertencias, en las que se convierten las instrucciones, vienen en forma gráfica. Explícitos dibujos numerados, en la susodicha tapa, con profusión de flechas de indicación direccional y de giros y medios giros. Son todo un mapa de un tesoro oculto, muy oculto e impenetrable.
Toda circunstancia me ha llevado a entender lógicamente la presencia de la profusión de dibujos y la ausencia de fotos ilustrativas del proceso. Nunca he visto una instrucción hecha en base a fotos de los logros del abrefácil. Seguramente no por falta de intención de los fabricantes o publicistas. Sino por razones obvias. Los muy altos costos de tal producción.
La intención expresa del abrefácil es la de facilitarle la vida. Qué considerados son estos inventores industriales. Tal como hacen aquellas solícitas personas que no le dejan a uno hacer el menor esfuerzo, sino que lo hacen todo. No permiten que Su Merced medie palabra para expresar sus deseos, evidentemente, porque ese sería un esfuerzo. Actúan por uno en todo.
El resultado usted lo conoce. Esos serviles individuos, llenos de ansiedad ante la posibilidad de fallar, no saben leer el pensamiento. Y terminan haciendo sólo lo que ellos quieren y suponen que vuestra merced desea. Es decir, todo lo contrario. Por decencia usted solo les sonríe. Pero si tuviera una lata con abrefácil, seguro se la arrojaría a la cabeza sin contemplación.
Nuevamente, ante unos resultados tan contundentes, se demuestra que en esto de la vida cotidiana la intención no basta. Sobre todo cuando es una hora pico, de esas que suelen transformarse en experiencias pico. Por ejemplo, cuando usted busca hacer comestible la lata, o en su defecto, el contenido de la misma, en un tiempo suficientemente prudente como para que no perezca de inanición, de impaciencia o por degollamiento ni se derrame su contenido o su llanto. El de la lata o el de usted, no importa diferenciarlo, tampoco.
La facilidad, sugerida siempre por los inventores como causa última de sus propuestas, proviene definitivamente de las dificultades de la vida moderna. Venidas todas ellas del afán de una imposible conciliación de las ideas con la práctica. Porque una idea pretende corregir a otra idea desastrosa en la experiencia, que venía a enderezar una anterior no sabemos si peor. Y así sucesivamente hasta el cansancio y el caos. En todo caso, cada vez que se trata de arreglar algo, se agrava el problema. Y no hay mejor forma de agravar el invento de la lata y su incógnito contenido que inventar el abrefácil.
Pero en el caso específico del abrefácil y su motivación última, surgen preguntas de hondo contenido existencial: ¿A qué se deberá éste afán de facilidad si ya existen los abrelatas para complicarle la vida a uno? ¿Acaso usted no tiene un abrelatas en su hogar? ¿O el abrefácil es sólo para uso externo, es decir, fuera de casa? ¿Será más bien que éstas aparentes comidas encapsuladas recibieron una condena por parte de su genio inventor? ¿Acaso estas latas con anillo deben ser encontradas únicamente en el desierto, porque fueron desterradas allí por sus dueños originales quienes no sabían utilizar el abrefácil ni querían pasar la bochornosa prueba de su público uso?
Misterios de la vida.
Las respuestas están encerradas en una lata sellada. Sin abrefácil, por supuesto.