sábado, 17 de mayo de 2008

Vientos de lluvia


Caídas las negras nubes, las vemos correr por el suelo, en los campos, penetrar la tierra, esconderse del sol y hasta ascender nuevamente a su espacio.

Concluido el ciclo del apocalipsis y el pesimismo existencial, como fórmulas para revitalizar el ánimo del lector, prosigue un ciclo bucólico, pleno de sencillez y optimismo. Es decir, continuamos en lo mismo. Pero de un ángulo diferente.

Así reunimos en esta oportunidad un texto titulado Elogio de la sencillez con otro, especie de engendro entre relato y crónica, nombrado como Filósofo Optimista, publicado hace ya más de quince años en El Diablo de Caracas, extinto periódico humorístico que Dios tenga en su gloria. Y aunque le hemos realizado algunos ajustes, es en esencia el mismo texto, aunque el contexto ahora sea otro.

Si no dices nada ante todo esto, admitiré tu silencio como un otorgamiento de permiso para que continúe con estos desmanes. Pero si quieres comentar y sugerir, este es tu espacio. Disfrútalo con moderación, no leas mientras manejes.


Elogio de la sencillez

José Gregorio Bello Porras

Si tu intención es describir la verdad, hazlo con sencillez y déjale la elegancia al sastre.

Albert Einstein

Cada día nuestra sociedad avanza hacia la complicación. Los procedimientos más simples se convierten en un largo calvario de requisitos sin ninguna otra lógica más que la de controlar el proceso de manera impecable y garantizar un mejor servicio al cliente o usuario.

Cualquier trámite elemental se convierte bajo esa premisa en un sufrimiento. Ni se diga en qué iniquidad se transforma entonces un reclamo. En la condenación eterna a manos del funcionario o empleado que recibe la queja. En el olvido y el destierro de la posibilidad de solución. En la nada.

Nuestra vida en esta tierra tomó ese rumbo hace tiempo. Para hacerse más sencilla, se complicó. La tecnología que se usa para facilitarle acciones a la gente, dejándole más tiempo, supuestamente, para la diversión y el disfrute de la vida, es la abanderada en el tortuoso camino de las complicaciones.

Quienes usan la tecnología deben aprender una serie de pasos y de instrucciones que terminan siendo demasiado complicadas para muchos. Por lo que desisten de sus intentos de utilizar el aparato que acababan de comprar.

En un cementerio de inutilidades, muy útiles todas, se convierten los closets de las casas, los maleteros de apartamentos, los baúles olvidados de quienes aún conserven los arcones de su exilio. Pronto esos objetos guardados serán obsoletos. Y cuando el poseedor los rescate del olvido será para pasar vergüenza delante de amigos y disimular su extravío bajo el pretexto del coleccionismo.

Aunque, existe una alternativa a la incomprensión de los aparatos para hacerle a uno la vida más sencilla. Aprender a utilizarlos y convertirse en su esclavo.

No todos, en realidad, nos convertimos en esclavos de la tecnología. Algunos nos montamos en ella y hacemos que nos obedezca. Cuando eso ocurre sentimos que estamos facilitándonos la vida. Pero mientras no suceda esa comprensión, nos ubicaremos en algunas de las esquinas de ese ring de boxeo contra la complicación presentada como simplicidad.

Se dice que los jóvenes siempre comprenden al instante todo ese inventario de aparatos para la simple complicación. Es verdad. Ellos utilizan muy bien los aparatos. Y los utilizan. Y los utilizan... Sin poder luego desprenderse de ellos. Terminan siendo consumidos por los mismos, por la tecnología, por la virtualidad.

Están atrapados en la red como peces boqueando. Sin comprender las vías de salida. Además, por lo general, no les interesa el escape. Porque ese es el escape. Si se sienten cómodos viviendo en un mundo creado por el hombre, pues allí permanecerán. En ese submundo a imagen de la realidad externa. Nos evadimos hacia la creación secundaria, cuando la creación natural puede ser deslumbrante y liberadora.

Pero no todos son así. También hay jóvenes que cabalgan la tecnología y la hacen suya, un instrumento para su avance, para la comprensión de su lugar en el mundo. Hace falta hacer una lista de ellos.

La tecnología y el inventario consumista contemporáneo se disfrazan de sencillez. De una sencillez plástica, artificial.

La sencillez artificial nunca será real sencillez. No hay nada más complicado que lo que se nos ofrece como fácil solución. Todas las cosas con el prefijo o sufijo fácil son sospechosas de ser altamente complicadas y potencialmente peligrosas. Piensa nada más en una lata con abrefácil. Es un instrumento mortal, una hojilla en manos de los primates alucinados en los que nos hemos convertido ante el delirio de la sencillez artificial.

La sencillez, en verdad, es una forma de ser. Una actitud ante la vida. Hacemos la vida de una manera sencilla o complicada. La sencillez se dirige hacia la comprensión de lo que hace que las cosas sean como son. Se pregunta, se responde, aplica las soluciones al campo de la vida personal y las expande hasta los más cercanos, sin imponer su punto de vista pero con convicción suficiente para que el más inmediato de los inteligentes aprenda algo de su posición.

Quien adquiere el hábito de la sencillez no es porque ha renunciado a todo. Eso es otra actitud, la renuncia. Generalmente la hacen los monjes. Incluso aquellos que no venden sus Ferraris. La sencillez, por otra parte, busca que todo se haga según las normas de la vida. Sin tratar de reconstruir la existencia en un intento de simplificarla, complicándola enormemente.

No es que la vida sea simple. Es enormemente compleja. Pero se conserva sencilla. En su expresión, en sus formas, en su acción. Lo complicado es absorbido por el torbellino de la evolución. Lo complicado sucumbe ante lo sencillo, que se vuelve más eficaz.

Pero hemos aprendido inadecuadamente que lo complicado, por sus formas oscuras y su enredo, sería lo óptimo. Nos quedamos deslumbrados admirando el entramado de la construcción, sus vericuetos, mientras vamos construyendo una realidad que nos pierde en un laberinto.

La complicación nos lleva a crear monstruos que rápidamente no podemos controlar. La metáfora de Frankenstein, en su modalidad de creación complicada, tanto exterior como interiormente, se aplica perfectamente a la vida de la sociedad contemporánea consumista. Hace artefactos, vehículos aparatos, todos para mejorar la calidad de vida. Pero termina arruinando la vida del planeta, con humo, desechos, contaminación, muerte. Porque se separa del modelo de la vida y quiere construir su propia concepción de vida adulterada.

Esa concepción hecha cataclismo puede aniquilar al ser humano. Pero existen alternativas. Existe la sencillez.

Nuestra sociedad aún posee la opción de la sencillez, frente a la complicación que significa la certeza de una destrucción catastrófica. Podemos escoger. Pero una elección aislada no constituye sino un grano de arena en el viento del desierto. El compromiso es de la humanidad toda. De la duna completa. Es un compromiso en el que nos jugamos la vida.


Filósofo optimista

José Gregorio Bello Porras

El filósofo optimista es como un manager de boxeo. Prepara a sus pupilos para enfrentarlos al futuro combate. Les dice que la vida da golpes, pero que en ellos encontrarán la victoria, el poder y la gloria.

Se los dice en rima, como quien los arrulla. Algunos de sus entrenantes consiguen lo que buscan. La Victoria de Samotracia aparece en sus sueños, después de finalizada la pelea que los deja delirantes. Allí se desquitan ante una mujer sin brazos. Pero no pueden noquearla a falta de cabeza. Otros prefieren caminar por siempre hasta La Victoria. El entrenador y el manager no les dejaron ni para un pasaje en autobús.

Así es la vida, dicen, un largo camino. La Gloria es efímera. Te deja a la mañana siguiente sin pantalones ni cartera en un hotel de dudosa categoría. Y a veces, simplemente, ni siquiera se ha podido. Los golpes afectan. Y la consiguiente sonrisa es de tontos o desdentada, al menos.

El filósofo optimista debe creer en su trabajo. Con él debe crecer en felicidad y ganancias. Si no, que se dedique a otra cosa. Mi mujer, por ejemplo, me dice que me meta a camionero, donde se gana más. Ella se dedicaría entonces a una productiva poesía en prosa, de gran éxito en comerciales de cauchos para camiones. Yo le replico incitándola a tomar el oficio de la política o a dedicarse profesionalmente al consejo matrimonial. E insisto en mi terquedad.

El título de filósofo optimista me lo he conferido yo mismo. Como rector de mi propia universidad. En ella la enseñanza no es gratuita y para darme esta licencia, llevo años estudiando el empeño de las personas en creer que las cosas empeoran con el tiempo. Óptica bastante limitada, si nos atenemos a la historia. El Imperio Romano, por ejemplo, mejoró mucho con el cine a color. Stalin, Franco y otros personajes cuya semejanza con la realidad es pura coincidencia, vieron engrandecidas sus figuras con el transcurso de la memoria humana. Una memoria fotográfica. Inmóvil. Sin explicaciones. Cuando no desenfocada. Sonrían al pajarito.

Algunas personas se horrorizan ante la filosofía optimista. La vida es muy seria, dicen. Una broma seria, sentencian acertadamente, evitando las expresiones vulgares. Pero una broma, al fin y al cabo. Viven atemorizados por el futuro. Cifran en diarios sensacionalistas catástrofes y calamidades a ocho columnas y en letras rojas. Nada nuevo. Todos los días son así, menos aquellos en los que no circulan los diarios. Cada milenio llega y pasa, como día de año nuevo. Y el sol sigue alumbrando a los que quedan vivos.

Los que se empeñan en ver la ruina inminente de la sociedad es porque no conocen los beneficios del turismo. Una industria ecológica de gran proyección para el mundo futuro. Una industria que sin chimeneas se nutre de ruinas o paisajes por arruinar. Piensen. La gente visitará nuestras ciudades disfrutándolas con la fruición del que se deleita al retratarse en el Coliseo. Observen a su derecha, queridos visitantes, las Torres del Silencio, monumentos funerarios construidos por la burocracia de la última mitad del siglo veinte. Allí se condenaban a la putrefacción, archivos, mobiliarios y obsoletas tecnologías, y los funcionarios públicos se dedicaban a la práctica de la automomificación. Oh, exclamarán los turistas que, entonces, podrán recorrer las catacumbas de sus pasillos con adecuados guías que recitan adecuados guiones. Todo el secreto está en ver las cosas con optimismo. Dólares a futuro. No dolores.

La filosofía optimista se lleva en la sangre. Y se derrama con profusión por el mundo. Es mejor así. Y no por vía de transfusión. Pues antes de aplicar éstas prácticas médicas, es preciso tomar abundantes precauciones y exigir pruebas de pureza de sangre, como en antiguos regímenes. Y, entonces, ya uno no sabe qué pensar sobre la supuesta invalidez de esas concepciones filosóficas. Lo que se sabe es que los vampiros que no toman las previsiones debidas, se extinguen con rapidez, infectados de melancolía.

El ejercicio de la filosofía optimista, a pesar de los éxitos de ventas, es un camino de adversidades. Sobre todo cuando se confunde, como suele suceder, con el ejercicio del discurso político. Todo programa político se disfraza de optimismo, tomando como punto de comparación el ejercicio de gobierno del adversario derrotado. Así, cualquier promesa, plan o proyecto es mejor que lo anterior, visto con antelación a los desastres por venir. Después, los errores se explicarán como sacrificios necesarios, por culpa de los anteriores gobiernos.

Esta confusión lleva al escepticismo. Tan doloroso como una enfermedad incurable cuyo diagnóstico se conoce. Pero la filosofía optimista, sabe los riesgos de esta inevitable falacia y se esfuerza en diferenciarse de la política por su basamento en la cruda realidad. Y no en la estadística, versión científica del populismo.

Por ello, la filosofía optimista se desapega de creencias, dogmas, partidos y otras formas de asociación, para refugiarse en el alma humana. Entidad por definirse, que no necesita más basamento que la palabra de quien la expresa.

La filosofía optimista es el futuro de la humanidad. De otra forma éste no se concebiría, después de conocer el destino de los planes de la nación. Sin mencionar los señalados programas de gobierno. Nadie puede pensar en el futuro si no es optimista. Si no cree que mañana amanecerá vivo y con trabajo. O, por lo menos, conceder el beneficio de la duda a estas posibilidades. Por otra parte, si el futuro no existe para qué vamos a preocuparnos por él.

Para finalizar, debemos prevenir sobre la falsa concepción de hacer aparecer la filosofía optimista como hedonismo puro y desinteresado del destino ajeno. Bien hemos recalcado su carácter casi ascético y su vocación comunitaria. Quien se dedica al optimismo ha de hacerlo con la convicción de que no obtendrá placeres mundanos. Aparte de los royalties del éxito, que dependerán de un conveniente representante, al optimista sólo se le concederá el beneficio de reírse de sus desgracias. Y más aún de las ajenas. Conducta esta casi siempre atribuida a los locos. Y no a los sufridos neuróticos que pueblan nuestro mundo racional.

Pero así es todo. El filósofo optimista –al igual que el manager– que no convence a su pupilo de que va a ganar el combate que se dedique al ejercicio del derecho en un organismo público. Tendrá un prominente y esperanzador futuro. Y no complicará la vida de los verdaderos filósofos optimistas.