sábado, 17 de mayo de 2008

Filósofo optimista

José Gregorio Bello Porras

El filósofo optimista es como un manager de boxeo. Prepara a sus pupilos para enfrentarlos al futuro combate. Les dice que la vida da golpes, pero que en ellos encontrarán la victoria, el poder y la gloria.

Se los dice en rima, como quien los arrulla. Algunos de sus entrenantes consiguen lo que buscan. La Victoria de Samotracia aparece en sus sueños, después de finalizada la pelea que los deja delirantes. Allí se desquitan ante una mujer sin brazos. Pero no pueden noquearla a falta de cabeza. Otros prefieren caminar por siempre hasta La Victoria. El entrenador y el manager no les dejaron ni para un pasaje en autobús.

Así es la vida, dicen, un largo camino. La Gloria es efímera. Te deja a la mañana siguiente sin pantalones ni cartera en un hotel de dudosa categoría. Y a veces, simplemente, ni siquiera se ha podido. Los golpes afectan. Y la consiguiente sonrisa es de tontos o desdentada, al menos.

El filósofo optimista debe creer en su trabajo. Con él debe crecer en felicidad y ganancias. Si no, que se dedique a otra cosa. Mi mujer, por ejemplo, me dice que me meta a camionero, donde se gana más. Ella se dedicaría entonces a una productiva poesía en prosa, de gran éxito en comerciales de cauchos para camiones. Yo le replico incitándola a tomar el oficio de la política o a dedicarse profesionalmente al consejo matrimonial. E insisto en mi terquedad.

El título de filósofo optimista me lo he conferido yo mismo. Como rector de mi propia universidad. En ella la enseñanza no es gratuita y para darme esta licencia, llevo años estudiando el empeño de las personas en creer que las cosas empeoran con el tiempo. Óptica bastante limitada, si nos atenemos a la historia. El Imperio Romano, por ejemplo, mejoró mucho con el cine a color. Stalin, Franco y otros personajes cuya semejanza con la realidad es pura coincidencia, vieron engrandecidas sus figuras con el transcurso de la memoria humana. Una memoria fotográfica. Inmóvil. Sin explicaciones. Cuando no desenfocada. Sonrían al pajarito.

Algunas personas se horrorizan ante la filosofía optimista. La vida es muy seria, dicen. Una broma seria, sentencian acertadamente, evitando las expresiones vulgares. Pero una broma, al fin y al cabo. Viven atemorizados por el futuro. Cifran en diarios sensacionalistas catástrofes y calamidades a ocho columnas y en letras rojas. Nada nuevo. Todos los días son así, menos aquellos en los que no circulan los diarios. Cada milenio llega y pasa, como día de año nuevo. Y el sol sigue alumbrando a los que quedan vivos.

Los que se empeñan en ver la ruina inminente de la sociedad es porque no conocen los beneficios del turismo. Una industria ecológica de gran proyección para el mundo futuro. Una industria que sin chimeneas se nutre de ruinas o paisajes por arruinar. Piensen. La gente visitará nuestras ciudades disfrutándolas con la fruición del que se deleita al retratarse en el Coliseo. Observen a su derecha, queridos visitantes, las Torres del Silencio, monumentos funerarios construidos por la burocracia de la última mitad del siglo veinte. Allí se condenaban a la putrefacción, archivos, mobiliarios y obsoletas tecnologías, y los funcionarios públicos se dedicaban a la práctica de la automomificación. Oh, exclamarán los turistas que, entonces, podrán recorrer las catacumbas de sus pasillos con adecuados guías que recitan adecuados guiones. Todo el secreto está en ver las cosas con optimismo. Dólares a futuro. No dolores.

La filosofía optimista se lleva en la sangre. Y se derrama con profusión por el mundo. Es mejor así. Y no por vía de transfusión. Pues antes de aplicar éstas prácticas médicas, es preciso tomar abundantes precauciones y exigir pruebas de pureza de sangre, como en antiguos regímenes. Y, entonces, ya uno no sabe qué pensar sobre la supuesta invalidez de esas concepciones filosóficas. Lo que se sabe es que los vampiros que no toman las previsiones debidas, se extinguen con rapidez, infectados de melancolía.

El ejercicio de la filosofía optimista, a pesar de los éxitos de ventas, es un camino de adversidades. Sobre todo cuando se confunde, como suele suceder, con el ejercicio del discurso político. Todo programa político se disfraza de optimismo, tomando como punto de comparación el ejercicio de gobierno del adversario derrotado. Así, cualquier promesa, plan o proyecto es mejor que lo anterior, visto con antelación a los desastres por venir. Después, los errores se explicarán como sacrificios necesarios, por culpa de los anteriores gobiernos.

Esta confusión lleva al escepticismo. Tan doloroso como una enfermedad incurable cuyo diagnóstico se conoce. Pero la filosofía optimista, sabe los riesgos de esta inevitable falacia y se esfuerza en diferenciarse de la política por su basamento en la cruda realidad. Y no en la estadística, versión científica del populismo.

Por ello, la filosofía optimista se desapega de creencias, dogmas, partidos y otras formas de asociación, para refugiarse en el alma humana. Entidad por definirse, que no necesita más basamento que la palabra de quien la expresa.

La filosofía optimista es el futuro de la humanidad. De otra forma éste no se concebiría, después de conocer el destino de los planes de la nación. Sin mencionar los señalados programas de gobierno. Nadie puede pensar en el futuro si no es optimista. Si no cree que mañana amanecerá vivo y con trabajo. O, por lo menos, conceder el beneficio de la duda a estas posibilidades. Por otra parte, si el futuro no existe para qué vamos a preocuparnos por él.

Para finalizar, debemos prevenir sobre la falsa concepción de hacer aparecer la filosofía optimista como hedonismo puro y desinteresado del destino ajeno. Bien hemos recalcado su carácter casi ascético y su vocación comunitaria. Quien se dedica al optimismo ha de hacerlo con la convicción de que no obtendrá placeres mundanos. Aparte de los royalties del éxito, que dependerán de un conveniente representante, al optimista sólo se le concederá el beneficio de reírse de sus desgracias. Y más aún de las ajenas. Conducta esta casi siempre atribuida a los locos. Y no a los sufridos neuróticos que pueblan nuestro mundo racional.

Pero así es todo. El filósofo optimista –al igual que el manager– que no convence a su pupilo de que va a ganar el combate que se dedique al ejercicio del derecho en un organismo público. Tendrá un prominente y esperanzador futuro. Y no complicará la vida de los verdaderos filósofos optimistas.

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