La escritura no tiene un final sentimental. Llega el momento de las preguntas formales sobre lo que uno hace. Por qué y para qué escribir. La escritura crea su propia crisis de identidad y la resuelve haciendo lo que sólo sabe hacer: escribiendo.
La escritura, pues, se descubre a sí misma como un instrumento de servicio. Debe servir para algo. Resuenan todavía en mis oídos las palabras del insigne escritor venezolano Alfredo Armas Alfonzo, cuando dirigía los primeros talleres de narrativa del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. El maestro decía siempre que la escritura debe servir para algo. Y la palabra, de nuevo, tenía resonancia en el camino de la búsqueda de sentido al ejercicio de escribir.
Pudimos entender la escritura como un compromiso social o político o estético o trascendente y ejercer ese compromiso de una manera determinada. Pero, ante todo, me quedó claro que era un compromiso con uno mismo y con el poder de la palabra. No era un elegido o un privilegiado, sino simplemente alguien con un enorme compromiso, con una responsabilidad que podía ejercer o abandonar. Con un peso aliviado por el goce de ejercitar la palabra.
No sé si el camino era de evolución. Pero la evolución del camino me llevó a darme cuenta que la escritura se valida a sí misma. Aunque pueda servir a las mejores o a las peores causas, si somos leales a lo que significa el acto de escribir, sólo podemos valorar la escritura desde su propio ejercicio.
Lo demás es expresión de una elección singular, adecuada o inadecuada en un contexto social o político. O la expresión de valores personales que se insertan en un espacio y un tiempo. Pero el escribir es, fuera de estos válidos territorios, fundamentalmente, un acto de creación. O por lo menos, pretende serlo.
Y desde esta perspectiva podemos comprenderla mejor, más ampliamente.
En ese sentido, la valoración de la escritura, en mi experiencia personal, avanza hacia el despojamiento de toda otra elaboración que vaya más allá de concebirla como ejercicio de la creación de un mundo.
Por ello, puedo pensar que cuando el mundo ha sido creado, el creador se retira a descansar, tal vez para volver a ensayar la imperfección o para quedarse dormido pensando que hizo una gran cosa.
Uno, como escritor, puede escoger refugiarse en ese mundo recién creado y sufrir, preso en él, sus imperfecciones, sintiéndose responsable de ellas. O, mejor, obsequiar ese mundo a los demás y que sean ellos quienes lo valoren o lo sufran desde sus propias perspectivas y para su propio provecho. Porque sólo en el acto de construcción de los mundos y de desprendimiento de ellos está el goce real del creador.
Si el escritor es un creador, lo es esencialmente de su propio mundo. De sí mismo. El descubrir el mundo y descubrirme yo mismo corren paralelos cuando enfrento la escritura como mi reto de vida. Al escribir hago algo por mí, substancialmente y por extensión por todo aquel que lea u oiga lo que hice.
El ejercicio de escribir me lleva a otorgarle sentido a mi existencia. La escritura me conduce hacia la autorrealización. Al igual que en la Pirámide de necesidades propuesta por Abraham Maslow, el pináculo es la autorrealización, la escritura, que empezó como necesidad casi fisiológica, tiene sentido si me conduce a esta realización como persona.
No es necesario, sin embargo, que los otros estadios por los que se manifiesta la necesidad de la escritura desaparezcan o estén superados, tal como expondría Clayton Alderfer, el psicólogo norteamericano, acerca de las necesidades y la motivación. Lo emocional, el desarrollo intelectual, el deseo de afiliación, todos estos niveles de necesidad en la escritura, pueden convivir en el mismo instante de creación. Porque la escritura es visceralidad cerebral.