domingo, 5 de diciembre de 2010

Sobre la escritura, sus pasos y vuelos



La Lluvia de Hojas de hoy no es tan prolongada como lo son las estacionales. Pero en ella baja parte de las obsesiones de la escribanía del autor. Al fin de cuentas esta es una radiografía del estado del tiempo personal, expuesto por si alguien encuentra aspectos interesantes en ese solitario discurso.

La primera reflexión es la segunda, de una serie de tres, sobre la escritura como vía de realización personal. Para no agobiar al lector la presentamos por partes que pueden ser leídas fragmentariamente. Al final la idea se completará. En todo caso la gran pregunta seguirá siendo si la literatura o simplemente el acto de escribir sirve para algo.

Luego un relato publicado en 1977, Góndola del maestro Alterio, continúa con el rescate de textos casi confinados a bibliotecas. Allí se observan esos primeros pasos y caídas del escritor en la invención de sus aparatosas maquinarias.

Finalmente, como siempre, tres poemas de paso cierran la Lluvia de hoy. El tiempo y el camino, la vida, son los temas, eternos y casi infinitos.

Espero que el lector disfrute viendo caer la lluvia desde su lugar protegido.

La Literatura como vía de realización personal – II Parte



La escritura no tiene un final sentimental. Llega el momento de las preguntas formales sobre lo que uno hace. Por qué y para qué escribir. La escritura crea su propia crisis de identidad y la resuelve haciendo lo que sólo sabe hacer: escribiendo.

La escritura, pues, se descubre a sí misma como un instrumento de servicio. Debe servir para algo. Resuenan todavía en mis oídos las palabras del insigne escritor venezolano Alfredo Armas Alfonzo, cuando dirigía los primeros talleres de narrativa del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. El maestro decía siempre que la escritura debe servir para algo. Y la palabra, de nuevo, tenía resonancia en el camino de la búsqueda de sentido al ejercicio de escribir.

Pudimos entender la escritura como un compromiso social o político o estético o trascendente y ejercer ese compromiso de una manera determinada. Pero, ante todo, me quedó claro que era un compromiso con uno mismo y con el poder de la palabra. No era un elegido o un privilegiado, sino simplemente alguien con un enorme compromiso, con una responsabilidad que podía ejercer o abandonar. Con un peso aliviado por el goce de ejercitar la palabra.

No sé si el camino era de evolución. Pero la evolución del camino me llevó a darme cuenta que la escritura se valida a sí misma. Aunque pueda servir a las mejores o a las peores causas, si somos leales a lo que significa el acto de escribir, sólo podemos valorar la escritura desde su propio ejercicio.

Lo demás es expresión de una elección singular, adecuada o inadecuada en un contexto social o político. O la expresión de valores personales que se insertan en un espacio y un tiempo. Pero el escribir es, fuera de estos válidos territorios, fundamentalmente, un acto de creación. O por lo menos, pretende serlo.

Y desde esta perspectiva podemos comprenderla mejor, más ampliamente.

En ese sentido, la valoración de la escritura, en mi experiencia personal, avanza hacia el despojamiento de toda otra elaboración que vaya más allá de concebirla como ejercicio de la creación de un mundo.

Por ello, puedo pensar que cuando el mundo ha sido creado, el creador se retira a descansar, tal vez para volver a ensayar la imperfección o para quedarse dormido pensando que hizo una gran cosa.

Uno, como escritor, puede escoger refugiarse en ese mundo recién creado y sufrir, preso en él, sus imperfecciones, sintiéndose responsable de ellas. O, mejor, obsequiar ese mundo a los demás y que sean ellos quienes lo valoren o lo sufran desde sus propias perspectivas y para su propio provecho. Porque sólo en el acto de construcción de los mundos y de desprendimiento de ellos está el goce real del creador.

Si el escritor es un creador, lo es esencialmente de su propio mundo. De sí mismo. El descubrir el mundo y descubrirme yo mismo corren paralelos cuando enfrento la escritura como mi reto de vida. Al escribir hago algo por mí, substancialmente y por extensión por todo aquel que lea u oiga lo que hice.

El ejercicio de escribir me lleva a otorgarle sentido a mi existencia. La escritura me conduce hacia la autorrealización. Al igual que en la Pirámide de necesidades propuesta por Abraham Maslow, el pináculo es la autorrealización, la escritura, que empezó como necesidad casi fisiológica, tiene sentido si me conduce a esta realización como persona.

No es necesario, sin embargo, que los otros estadios por los que se manifiesta la necesidad de la escritura desaparezcan o estén superados, tal como expondría Clayton Alderfer, el psicólogo norteamericano, acerca de las necesidades y la motivación. Lo emocional, el desarrollo intelectual, el deseo de afiliación, todos estos niveles de necesidad en la escritura, pueden convivir en el mismo instante de creación. Porque la escritura es visceralidad cerebral.

Góndola del maestro Alterio



Ahora arranca del suelo batiendo en polvo sus alas membranizadas y mecanosas la góndola del Maestro Alterio; más de una vez, ante el anuncio de lo que posee, lo han querido contratar como camión de viajes y mudanzas, pero les ha aclarado la inteligencia del caso, cuando les demuestra el doméstico prodigio hecho en la embarcación veneciana que no tiene cava ni estacas ni lona; entre saltos penitenciales y temblores abandonan, sumiéndose por cualquier orificio, la estancia, aprovechan casi siempre el éxtasis al que se ha elevado entre peligrosos ruidos el santo varón; antes de los prodigiosos vuelos, el Maestro no prodigaba sus titulares consejos ni era el santo que entre gritos de plegaria aparece para desaparecer a la vista de una nube de absorto vapor de baba de los congregados.

Pero habiendo uno que no cree sino en la creencia certificada de buena mano de amatista, el Maestro Alterio expone su ciencia ante oficiantes que no despiertan del todo por el fragor inicial de la elevación sino que cabecean ocultos en amplios bonetes, improvisados tronos según las jerarquías, tapetes lugareños y humo de incensarios, tan sólo fruncen el ceño cuando desparramada ya la ofendida vista recién abierta a la contemplación del aparato invento, huelen lo que les recuerda el sulfuro jamás olido y apelan al anatema.

Ahora se sumerge con oscuro vuelo en las profundidades satánicas, mientras ve consumir su obra en el fuego no eterno.

De Andamiaje (1977)

Tres poemas de paso



Transito un camino

que otros ya hollaron.

Yo aún no.

Veo las marcas de sus pisadas,

hojas de árboles petrificadas en el suelo.

Es paraje no descubierto,

sitio de heredades

y finales.

Vía propia como ninguna en la tierra,

es mi sombra,

mi huella plantar,

la misma que me tomaron al nacimiento

para no confundirme con mi otro yo,

con mi doble,

fantasma que merodea

por estos parajes

buscando verme

para que ambos partamos

dejando el sendero vacío.

De Extensa brevedad

El paso del tiempo

es silencioso.

Pocos notan

que los ha dejado atrás

a siglos inesperados

de distancia,

estacionados en el oscuro camino

del pasado,

de donde ya no creen

salir jamás.


El paso del tiempo

es un celaje.

Toca tu cara con una brisa

helada,

quema

la piel del alma.


Tras su huella nunca

volvemos a tener la osadía

de mirar nuestra figura

en un espejo.


Puro temor nos posee

El azogue

tal vez nos devuelva

sólo el vacío

del espacio

donde estuvimos.

De Instantáneos


Los caminos se bifurcan

sólo en apariencia.

Vamos tomados de la mano

y ello nos hace marchar

juntos,

aunque nuestros pasos

recorran su propia línea.


La misma meta

nos espera.

Recorrer

la vida

mirando el suelo

y el cielo.

Eso es lo importante.


¿Llegar a un sitio

no es lo que hacemos

todo el tiempo?

Arribar es una forma

de decir

que permanecemos

en esta vía de la existencia.

De En el inicio de la vida