Cuando compró la casa que decían habitaba un fantasma, nunca supo la sorpresa que le daría un simple espejo en el desván.
Era una vieja villa, de esas construidas a finales del siglo XIX o principios del XX, a las riberas del río que atravesaba el entonces apacible valle, entre árboles en una urbanización nueva llamada El Paraíso por su pretensión idílica de constituir un remanso de paz recobrado, para la gente acomodada de una ciudad que se les hacía pequeña y vulgar.
Ahora, en esta época de bulla constante, de humo y vejaciones a la más remota calma nocturna, creyó que lo del fantasma era una simple conseja antigua, una forma de bajar el precio a la mansión o de engordarla para que un edificio tomara posesión de su espacio inmisericordemente, sin temores ni recuerdos de nada.
La villa en cuestión, de un estilo híbrido, entre afrancesado y georgiano, tenía siete habitaciones, tres salas, un gran salón con araña de cristal de roca, una biblioteca que alguna vez habitaron viejas enciclopedias, degustadas ya por la polilla, una cocina amplia, dos comedores, habitaciones para el servicio, baños suficientes, algunos modernizados y otros remodelados en el camino del tiempo y un oscuro desván donde las horas se detenían entre las telarañas y los objetos guardados por lástima para su posterior desguace en el camión de los desechos.
Los jardines necesitaban el cuidado de antaño. Las yerbas empezaban a poseerlo lúbricamente. El gazebo del posterior apenas se sostenía en sus delgadas y carcomidas columnas de madera y la fuente del anterior era un pozo de aguas verdes sin fondo preciso, perfecta para que habitasen monstruos o, simplemente, bacterias diversas.
El trabajo que se le imponía para restaurar la casa era titánico. Así que decidió tomar con calma la labor. Él mismo arreglaba una cosa hoy y otra al día siguiente. Sin apuro. Nadie lo esperaba. Al fin y al cabo era un hombre solitario de mediana edad –de la que no quería acordarse– con medios suficientes para no hacer otra cosa sino preparar su futuro retiro. Ya sus rentas trabajaban duro por él. No se creía aún retirado porque se ocupaba de ciertas actividades personalmente. Esta supervisión de su nuevo hogar era la que invadía ahora todo su espacio.
A pesar de que era una casa antigua, nueva para él, imaginaba que allí había vivido toda su vida. Sus pasillos se le hicieron familiares y los retratos con la que los pobló, descendidos del espacio de los recuerdos, del desván, constituyeron una parentela inventada que le estimulaba la imaginación.
Poco a poco, tal vez pasaron meses, no sabía, fue tomando posesión absoluta de su hogar. Llegó a conocer pasadizos secretos que unían estancias e incluso salían al exterior por disimuladas puertas. Día y noche trajinaba en ella, arreglando objetos, devolviendo perdidos enseres al espacio natural que ocuparon alguna vez, moviendo muebles hasta la sombra de sus sitios de siempre, dedicándose a conservar los detalles que hicieron de esa villa un lugar de distinción, de clase. En sus recorridos nunca encontró al desdichado fantasma que decían la habitaba.
El inusual espacio del desván fue adquiriendo tamaño, mientras sus objetos se mudaban de nuevo a los lugares de su pasado. Allí encontró retratos, jarrones, cubertería, muebles y cortinajes e incluso algunas viejas armas. Un Colt .45, con una caja de municiones y un rifle Remington, aún cargado, le llamaron la atención sobremanera. Eran piezas de colección, pero a la vez constituían pedazos de recuerdos ajenos que no terminaban de acoplarse. Prefirió, dejarlas ocultas allí, no exponerlas a la visión de nadie. Aunque él no recibía visitas, mejor prevenía la codicia de cualquier posibilidad. Y el fantasma que nunca aparecía no iba a llevárselas de allí tampoco.
Hacia comienzos de la estación lluviosa, cuando los relámpagos iluminaban los aposentos, las amplias salas y todo el sitio con su espectral luz, empezó a ver algunas sombras inquietantes merodeando los ventanales. Con cautela, iba a investigar, pero fugaces desaparecían ante su presencia. Creyó que eran indigentes lanzados a la aventura de aposentarse momentáneamente ante la inclemencia del tiempo. Debía tomar correctivos de seguridad en los muros de la mansión.
Constató, de día, que las altas murallas no permitían el paso a los intrusos y que la valla electrificada que la coronaba era todo un desaliento para las visitas inoportunas. Pero era innegable que había visto las sombras. Tal vez el fantasma, pensó.
La siguiente noche de tormenta, las sombras volvieron a acosarlo. Ahora eran más abundantes. Efímeras, pero copiosas como la lluvia. Así que, luego de constatar que el sistema eléctrico no funcionaba, subió al desván con una palmatoria encendida. Lo hizo con sumo cuidado. Allí se pertrechó con ambas armas. En algún momento dudó que los cartuchos pudieran estar operativos. Pero su presencia sería un elemento que pudiera hacer desistir de sus intenciones a cualquier intruso. Además, recordó que en una ocasión había accionado el Colt y el ruido fue tal que estremeció sus tímpanos al igual que la cristalería del sitio. Así que esas sombras, si tenían corporeidad, iban a sufrir al menos un gran susto. Se terció la Remington y se metió el Colt en la cintura. Casi de salida sin un impulso convincente, revisó, a la luz mortecina de la vela, unas viejas postales, colocadas en una caja de madera, venidas de diversas partes del mundo, dando tiempo, tal vez, a que las sombras abandonasen el lugar o se atreviesen a penetrar la casa por alguna puerta o ventana. Aguardó. Pero abajo la danza de celajes oscuros seguía impávido. Al salir, casi en las escalera de bajada, detrás de la puerta –sería por eso que no lo había notado– vio un gran marco tapado por una enorme tela polvorienta, un objeto que no había revisado en sus múltiples visitas al desván. Su curiosidad o su temor por las sombras lo detuvo ante lo que parecía, por su contorno, un gran espejo de sala y de un solo movimiento lo despojó de su ropaje de años. Allí estaba, comprobó, la enorme superficie azogada, apenas iluminada por la luz de la vela que no llegaba a alumbrar sino lo más inmediato del recinto. Sólo la llama del cirio permanecía flotando en un espacio sombrío. Su propio reflejo estaba ausente. Se había perdido, seguramente, hacía demasiado tiempo para recordarlo.
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