domingo, 17 de enero de 2010

Realidad, ficción y palabra




Hoy la Lluvia de hojas deja caer una reflexión sobre la irrealidad. Un texto enviado a alguna parte y que permanecía esperando para que otros lectores lo conocieran. No sabré si lo leíste, sin tu comentario.


En él, exploro mi pasado y continúo haciéndolo en el siguiente texto bajo la mirada de un niño que observa a dos personajes bíblicos reducidos a la marginalidad en una urbe cercana en el espacio pero lejana en el tiempo.


Sigo el curso de la lluvia con unos textos que aspiran a ser poéticos en su simplicidad e imperfección. Pero te dejo que tú los juzgues y los sentencies en algún oportuno comentario.


A veces es difícil decir algo sobre lo que leemos. Pero es la única forma de retroalimentar a quien escribe, quien siempre admira la paciencia infinita del lector. Porque él también lo es.



LA IRREALIDAD Y YO



Cuando recorría la casa de mi infancia, suponía que todo el mundo era aquellas viejas paredes que incluían en su interior una iglesia y un colegio.


Allí ocurría toda suerte de eventos con un ritmo único, el ritmo original de las cosas. Un año era todo un año y podía significar la cuarta parte de la vida. Después, con el transcurso del tiempo, el año se redujo a doce meses y luego a nada.


Los hechos obedecían al orden de las explicaciones autónomas. La palabra decretaba la realidad y cada explicación era en sí misma un universo, vecino de otros y hasta relacionado con ellos.


Esos universos en convivencia eran mutables. Se abrían a los cambios que le aportaba la experiencia y se transformaban como quienes crecían. Lo irreal resultaba de trazar rígidas normas, esperando que estas se cumplieran sólo porque la lógica las dictaba.


Aún, para mí, la irrealidad continúa siendo ese segmento forzado y no los universos en conexión de los que se construye la vida con toda su posibilidad de sorpresa.


Abel y Caín



Abel era ligeramente mayor que el niño de la casa. Hijo de la señora de servicio, el niño lo veía con recelo, no por su extracción económica humilde sino por sus extrañas costumbres. Abel era masoquista. Gustaba que le pegaran, se burlaba de ello y hacía enardecer los ánimos del agresor hasta que la paliza se volvía lo suficientemente fuerte como para deleitarse en silencio. Por eso el niño de la casa evitaba jugar con él. Le parecía perverso y provocador. Y pensaba que eran una exageración teatral sus amanerados modos.


Abel tenía un hermano mayor, al que llamaban Caín por su inclinación al daño fraterno. También era desagradable. Su actitud desafiante y acomplejada le hacía rechazar a todos los otros niños. A su paso estos se apartaban. Tenía una señal en la frente. Una cicatriz que parecía una brotada arruga causada por su hermano en oscuras circunstancias.


Siempre cargaba una hojilla de afeitar oculta en el cinturón o las medias, para defenderse según decía. Pero sólo cortaba a su hermano con agrado y abundante sangre, con la que este último se untaba la cara, riéndose como si fuese un desesperado por la tortura de las cosquillas.


Abel y Caín amanecían en la casa como dos engendros ruidosos. Estaban atrasadísimos en el colegio y nunca se les veía estudiar. Sus cuadernos de a medio eran un desastre de grasa, sangre y otros fluidos, anotados con grafito grueso por la falta de sacapuntas.


En clase, la vez que el niño los vio asistir, sólo se dedicaban a mofarse de la maestra. Recibieron así castigos que satisfacían a ambos. Abel aguardaba la punición física y sólo la obtuvo de Caín, quien se molestó falsamente por la medida contra él, pagándola entonces con Abel, para deleite de ambos, como siempre.


Abel y Caín se perdieron con el tiempo. Algunas noticias hablaron de un fratricidio. Pero nunca se confirmó la súbita desaparición de ambos.


Poemas imperfectos a modo de Haiku




Gota de lluvia
Al sol todo un mundo
se evapora





Un segundo
encierra y libera
todo el tiempo



Esfuerzo el del sol
por abrirse paso
entre tenues nubes




Cómplice tuya
La noche te disfraza
de oscuridad




Soberbias miradas
se estrellan baldías
contra la tumba