Cuando recorría la casa de mi infancia, suponía que todo el mundo era aquellas viejas paredes que incluían en su interior una iglesia y un colegio.
Allí ocurría toda suerte de eventos con un ritmo único, el ritmo original de las cosas. Un año era todo un año y podía significar la cuarta parte de la vida. Después, con el transcurso del tiempo, el año se redujo a doce meses y luego a nada.
Los hechos obedecían al orden de las explicaciones autónomas. La palabra decretaba la realidad y cada explicación era en sí misma un universo, vecino de otros y hasta relacionado con ellos.
Esos universos en convivencia eran mutables. Se abrían a los cambios que le aportaba la experiencia y se transformaban como quienes crecían. Lo irreal resultaba de trazar rígidas normas, esperando que estas se cumplieran sólo porque la lógica las dictaba.
Aún, para mí, la irrealidad continúa siendo ese segmento forzado y no los universos en conexión de los que se construye la vida con toda su posibilidad de sorpresa.
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