Hoy la Lluvia de Hojas nos trae una serie de reflexiones regadas en textos de género diverso y en número vario. Una primera trata sobre la imagen del abismo. Terrible en su connotación como horror supranatural, pero cotidiana en su efecto ante el ser humano que la enfrenta como parte de su vida y de su final.
Luego, un relato prosigue la serie que comenzáramos hace una semana. Otro Autómata se agrega a la colección. Este es de una naturaleza totalmente distinta a la conocida en la anterior Lluvia. Estrictamente documentado en los anales de la tecnología, los hechos dirán hasta donde llega el ingenio y la pasión humana al crear seres semejantes a él mismo.
Tres poemas, o textos que pretenden serlo, finalizan, como ya acostumbramos, esta Lluvia de Hojas. En ellos la reflexión es solo efecto de la sensación que transmiten.
Esperamos que el lector se refresque con estos pequeños aguaceros de letras frescas. El sentido le corresponde hallarlo al lector mismo.
A la sensación de la caída, ya de por sí angustiante, le precede la visión del abismo no menos terrible. El vértigo proveniente de la imagen de no tener nada debajo de los pies, abre un espeso agujero en las entrañas del ser humano. La angustia del vacío le crispa los nervios. La posibilidad del error al transitar por el estrecho camino lleno de barrancos que es la vida y la precipitación súbita que este deambular entraña, le acompañan como fantasmas.
El ser humano tiene siempre el abismo a su lado. El pasado resulta un enorme vacío lleno de recuerdos que se disolverán en la nada. El futuro, nuevamente la esperanza de lo que va a ser, es un agujero negro lleno de incertidumbres. Sólo el presente da sustentación a los pies del bípedo que somos. Sin embargo, un equilibrio inestable, un asiento precario a su ser. Pues el presente es a la vez efímero y permanente. Se escapa y sigue siendo.
Esa condición de fragilidad del presente le otorga, paradójicamente, al humano toda posibilidad. Pues ante ella toma riesgos. Se atreve a avanzar e inventar, a crear y persistir e incluso a pasar por el mundo y ser olvidado final y eternamente.
Venimos de un abismo insondable perdido en la memoria extraviada de nuestro pasado. Bien sea el individual o el de la especie. Pues apenas unos vestigios de lo que fuimos es lo que arrastramos hasta este presente. O tal vez inventamos todo ello ahora. Cuántos miles de años de historia tenemos. Bastante pocos, comparados a la existencia misma del ser humano. Y de esos ciclos que pretende recoger la historia, el recuerdo es escaso. La memoria modifica todo según los dictados del momento, según los recados del mismo pasado, según las volubles voluntades de quienes manejaron los signos que pretendían hacer perdurar los hechos idos. Así que el pasado es un abismo. Y no menos lo es el futuro.
El futuro lo construimos en este particular presente. Y nunca llega. Cuando sabemos que estamos viviendo el futuro nos horrorizamos. Hace muchos años especulamos que este año, este día específico, era el futuro. Y a pesar de nuestro poder de imaginación, nunca esas imágenes se corresponden a lo que hoy vemos. Nuestras visiones presentes del futuro son invenciones de nuestro deseo. Es lo que queremos que sea. Bien por lo que corresponde a nuestra construcción individual, si acaso adelantamos ese sueño y lo convertimos en planes y de planes lo pasamos a proyecto y lo realizamos. Pero en cuanto a la visión de un futuro colectivo, las tendencias son diversas y a veces oscuras.
Por eso, las miradas apocalípticas hacia el mañana se convierten en una terrorífica señal. Tal vez sea un sano intento de decir que evitemos la destrucción total. Pero también es posible que vayamos hacia ella.
No obstante, por más que imaginemos el futuro, él nos rebasará. A pesar de ello hay quienes se empeñan en pensar que es de aniquilación.
Yo quiero creer que no. Que lo que vislumbramos en ese abismo del futuro es nuestra propia duda sobre la supervivencia individual. En esas imágenes nos enfrentamos a nuestros miedos, a nuestros terrores ante el hecho ineludible de que algún día desapareceremos. Algún día nos enfrentaremos al abismo de la muerte.
También el abismo, que prefigura la muerte en su misterio, es imagen de la caída. La caída es nuestra procedencia. Parece que viniésemos de una condición mejor a una peor, en la que estamos pagando las culpas de nuestros errores. Ese mismo temor se suscita ante el ineludible deber de actuar. Aunque nada hagamos, actuamos en el mundo. La no acción es una forma de actuar y la acción misma siempre genera consecuencias. De allí que en la acción esté oculta también la caída abismal.
El mundo que nos rodea, construido en torno a seguridades casi matemáticas, asentado en tecnología, tiene en un altar muy contemporáneo a los parámetros de la seguridad y de la acción. Nuestras seguridades en la acción, sin embargo, pueden verse demolidas en segundos ante un error. Un error nos separa de la vida en un instante. Un error nos sumerge en la culpa, nos precipita en ese abismo. Estamos siempre en el borde de un acantilado, ante la posibilidad del desprendimiento y la caída libre. Libertad que deseamos evitar en lo posible.
Las seguridades se nos escapan de las manos. Vivimos ante el riesgo de existir. Con la única alegría posible que es esta, de estar vivos y poder amar. Con la posibilidad de que cuando vivimos y amamos estamos en el camino de encontrar el significado de la existencia. Pues esa consciencia es la única que nos permite asomarnos al abismo sin miedos.
El 4 de septiembre de 1845, en un pequeño recuadro de la revista Scientific American se publicaba, más como curiosidad que como información de un logro consumado de la ciencia, el hallazgo de un agricultor de Kansas, metido por vocación y destino al arte del invento, de un modelo viable de autómata al servicio de la agricultura y la cría.
El modelo tenía dos versiones. Una dedicada al cultivo del trigo, del que decía su inventor sería la mayor fuente de producción no solo del lugar sino de todo el país. Y otro, dedicado al trabajo del ganado bovino, cosa que verían los vaqueros con gran desconfianza.
Las intenciones de Marcus Roadney, sin embargo, eran la de liberar más aún del trabajo degradante a quienes permanecían en la esclavitud y hacer rendir el tiempo a los granjeros y ganaderos libres que empezaban a proliferar en esa tierra de indios.
Rufus Porter, al escribir la nota en cuestión en su novedosa publicación, no alentaba mucho la posibilidad de que el invento fuese exitoso en lo inmediato. Más bien había un pequeño dejo de ironía en sus palabras finales. Tal vez este invento desplace de una vez por todas del duro trabajo a quienes se quejan de ampollas en las manos. Extraña frase viniendo de un divulgador científico. Pero, al parecer, no tomó muy en serio la noticia que le suministró el mismo Roadney en una extensa misiva, ilustrada con dibujos del prototipo, según él, ya en funcionamiento.
El aparato –o habrá que decir ser– creado por Marcus Roadney era un hombre mecánico. Parecido a una armadura y movido por una infinidad de engranajes que le daban a su desplazamiento un sonido de ronroneo felino, sus movimientos eran precisos y no exentos de cierta cordialidad campesina. Bien aceitado y cubierto de una especie de traje de balatá para prevenirlo del óxido, se trasladaba libremente por los campos, segando mieses a una velocidad fantástica, sin peligro de herirse ni cometer equivocaciones graves. Detectaba animales e intrusos y les hacía una advertencia sonora parecida al sonido de un corno inglés, que espantaba incluso a las aves randas de semilla. Trabajaba prácticamente todo el día y toda la noche pues lo único que necesitaba era un mantenimiento y recarga de aceite una vez a la semana. Del resto su mecanismo de reloj perpetuo lo mantenía en el trabajo constante. No lo incomodaban las condiciones del tiempo pues estaba protegido contra ellas. Y no se dedicaba a una sola actividad pues, no solamente segaba las mieses sino que recogía los haces, los juntaba en el sitio dispuesto, hacía el desgranado y separación de las semilla y la paja, así como de los granos y el afrecho y finalmente reunía todo el producto en el granero, siendo capaz incluso de empacarlo en fardos que él mismo pesaba.
Seiscientos quintales a la semana para un solo individuo era bastante, imaginaba Marcus, así si llegaba a tener un pequeño ejército de cincuenta o cien de estos seres mecánicos, recoger una cosecha sería cosa de pocos días y replantar de nuevo otro campo sería un rápido paso. Mientras tanto, entre una y otra cosecha, los seres mecánicos podían dedicarse a la construcción de graneros, a la siembra de hortalizas u otras muchas tareas programadas en rollos perforados como pianolas y guardados en una caja muy protegida dentro de lo que vendría a ser el tórax mecánico. Para cada actividad un rollo de estos bastaba e interpretaba como una pieza orquestada toda la acción. La delimitación de sus radios de acción y lo que podría llamarse la percepción de cada ser mecánico – o del prototipo que era el único existente – estaba dada por un especie de servomecanismos de agujas sensibles imantadas, cápsulas de mercurio y agua en clepsidras diminutas. Además, el gran secreto de Marcus estribaba en haber domesticado unas levaduras que servían de piloto al ser mecánico, guiándolo en su labor, orientando su movimiento, que de otra manera sería totalmente insensato y hasta disparatado.
Marcus había probado su invento en dos campos distintos y en diversas condiciones, encontrando que en las dos oportunidades el ser mecánico se comportaba como el mejor de los trabajadores.
Ya había logrado convencer de su reticencia a varios granjeros para que Felix Unit –así lo bautizó– le hiciese la siembra y la siega. Una de prueba. Al menos la siega que era lo inmediato en esa temporada. Tan solo le cobraría un diezmo de la semilla recogida. Pero siendo tres los contratos, ello le facilitaría la vida durante un tiempo largo. Además, su propio campo ya estaba recogido y la semilla vendida lo que le garantizaba mucho más, la construcción de nuevas unidades.
La noche anterior a la siega en el primero de los campos en los que habría de alquilar a Felix, Marcus se entregó a las cavilaciones filosóficas sobre su invento mientras observaba una enorme luna roja que parecía hundirse en el horizonte inmenso a la hora en la que debería estar ascendiendo hacia el cénit. Entre sus pensamientos calculadores aquella señal pasó sin dejar huella. Marcus evaluó la recogida y supo que ninguno de quienes lo contrataran podían subestimar sus cultivos ya que los pesos del grano recogido quedarían impresos en el mecanismo de Felix, con lo que sería fácil calcular los beneficios.
Así quedó adormitado en el porche de su casa cuando un estruendo le despertó sobresaltado. Antes que pudiera tomar y cargar su fusil Dreyser, estaba rodeado de varias sombras que lo apuntaban con sus armas. No pudo identificarlos como simples cuatreros, no era posible ya que el no poseía ganado, tampoco tenían las señas de los esclavistas o de su contraparte, los esclavos liberados. Eran simples ladrones de ocasión. Tres en total. Marcus se creyó perdido. Tomaron su fusil, un arma valiosa y totalmente nueva en esas latitudes. En sus ojos veía asomarse la muerte.
Levantó las manos y los guió – no tenía opciones – hasta el granero donde guardaba lo que le quedaba de cereal y todo el oro de la cosecha. Ya se veía muerto y enterrado y sus propiedades arderían en un infierno que le prefiguraba como el mismo a donde él iría a parar. Apenas abrió las puertas, del granero, con gran amargura vio su invención. No se llegaría a probar ni nadie podría producir masivamente para beneficio de la humanidad.
Entró con paso calmo manteniendo las manos elevadas. Atrás ruidosos y amenazantes sus captores. Al observar a Felix los forajidos quedaron perplejos, petrificados. El descuido fue aprovechado por Marcus para penetrar en la oscuridad del granero y esconderse entre fardos y utensilios, rogando una oportunidad de vida. Uno de los malhechores le disparó a Felix rozando su cabeza con el plomo de la bala. Ese simple movimiento inició el ronroneo que indicaba su funcionamiento.
Las teas que llevaban los bandidos se apagaron en medio de la sorpresa como si las soplase un gigante. Se oyeron no menos de diez disparos y gritos mientras la confusión se apoderaba de la oscuridad. Un largo silencio sobrevino luego.
Marcus aguardó inmóvil, evitaba casi respirar. Un haz de luz de luna penetró lentamente por la puerta del granero. Su resplandor plateado, manchado de rojo, fue regando el piso. Allí yacían los tres forajidos, arrojando en los últimos borbotones toda su sangre en la paja que cubría el suelo. Sus cabezas apiladas, más allá, en un montículo parecían mirar con horror los cuerpos de las que fueron arrancados.
Felix limpiaba la sangre de la hoz con un pedazo de tela de saco.