domingo, 11 de abril de 2010

El abismo



A la sensación de la caída, ya de por sí angustiante, le precede la visión del abismo no menos terrible. El vértigo proveniente de la imagen de no tener nada debajo de los pies, abre un espeso agujero en las entrañas del ser humano. La angustia del vacío le crispa los nervios. La posibilidad del error al transitar por el estrecho camino lleno de barrancos que es la vida y la precipitación súbita que este deambular entraña, le acompañan como fantasmas.

El ser humano tiene siempre el abismo a su lado. El pasado resulta un enorme vacío lleno de recuerdos que se disolverán en la nada. El futuro, nuevamente la esperanza de lo que va a ser, es un agujero negro lleno de incertidumbres. Sólo el presente da sustentación a los pies del bípedo que somos. Sin embargo, un equilibrio inestable, un asiento precario a su ser. Pues el presente es a la vez efímero y permanente. Se escapa y sigue siendo.

Esa condición de fragilidad del presente le otorga, paradójicamente, al humano toda posibilidad. Pues ante ella toma riesgos. Se atreve a avanzar e inventar, a crear y persistir e incluso a pasar por el mundo y ser olvidado final y eternamente.

Venimos de un abismo insondable perdido en la memoria extraviada de nuestro pasado. Bien sea el individual o el de la especie. Pues apenas unos vestigios de lo que fuimos es lo que arrastramos hasta este presente. O tal vez inventamos todo ello ahora. Cuántos miles de años de historia tenemos. Bastante pocos, comparados a la existencia misma del ser humano. Y de esos ciclos que pretende recoger la historia, el recuerdo es escaso. La memoria modifica todo según los dictados del momento, según los recados del mismo pasado, según las volubles voluntades de quienes manejaron los signos que pretendían hacer perdurar los hechos idos. Así que el pasado es un abismo. Y no menos lo es el futuro.

El futuro lo construimos en este particular presente. Y nunca llega. Cuando sabemos que estamos viviendo el futuro nos horrorizamos. Hace muchos años especulamos que este año, este día específico, era el futuro. Y a pesar de nuestro poder de imaginación, nunca esas imágenes se corresponden a lo que hoy vemos. Nuestras visiones presentes del futuro son invenciones de nuestro deseo. Es lo que queremos que sea. Bien por lo que corresponde a nuestra construcción individual, si acaso adelantamos ese sueño y lo convertimos en planes y de planes lo pasamos a proyecto y lo realizamos. Pero en cuanto a la visión de un futuro colectivo, las tendencias son diversas y a veces oscuras.

Por eso, las miradas apocalípticas hacia el mañana se convierten en una terrorífica señal. Tal vez sea un sano intento de decir que evitemos la destrucción total. Pero también es posible que vayamos hacia ella.

No obstante, por más que imaginemos el futuro, él nos rebasará. A pesar de ello hay quienes se empeñan en pensar que es de aniquilación.

Yo quiero creer que no. Que lo que vislumbramos en ese abismo del futuro es nuestra propia duda sobre la supervivencia individual. En esas imágenes nos enfrentamos a nuestros miedos, a nuestros terrores ante el hecho ineludible de que algún día desapareceremos. Algún día nos enfrentaremos al abismo de la muerte.

También el abismo, que prefigura la muerte en su misterio, es imagen de la caída. La caída es nuestra procedencia. Parece que viniésemos de una condición mejor a una peor, en la que estamos pagando las culpas de nuestros errores. Ese mismo temor se suscita ante el ineludible deber de actuar. Aunque nada hagamos, actuamos en el mundo. La no acción es una forma de actuar y la acción misma siempre genera consecuencias. De allí que en la acción esté oculta también la caída abismal.

El mundo que nos rodea, construido en torno a seguridades casi matemáticas, asentado en tecnología, tiene en un altar muy contemporáneo a los parámetros de la seguridad y de la acción. Nuestras seguridades en la acción, sin embargo, pueden verse demolidas en segundos ante un error. Un error nos separa de la vida en un instante. Un error nos sumerge en la culpa, nos precipita en ese abismo. Estamos siempre en el borde de un acantilado, ante la posibilidad del desprendimiento y la caída libre. Libertad que deseamos evitar en lo posible.

Las seguridades se nos escapan de las manos. Vivimos ante el riesgo de existir. Con la única alegría posible que es esta, de estar vivos y poder amar. Con la posibilidad de que cuando vivimos y amamos estamos en el camino de encontrar el significado de la existencia. Pues esa consciencia es la única que nos permite asomarnos al abismo sin miedos.


1 comentario:

Elizabeth dijo...

Desde que nacemos nos sentimos al borde de un abismo. El recorrido que vamos haciendo a medida que avanzamos en el camino de nuestra vida va bordeando siempre un abismo, pero si tenemos a alguien que nos ame y nos lleve tomados de la mano , nunca caeremos e incluso nos asomaremos sin temor...