domingo, 18 de julio de 2010

La complicada sencillez de los duendes y otras palabras


La Lluvia de Hojas de hoy nos trae varias reflexiones atrapadas en las palabras que desgrana ese chaparrón. En el primer texto se hace un elogio de la sencillez. Algo que puede resultar extremadamente complicado en nuestro mundo, lleno de laberintos y complejos. Elogiar la sencillez puede parecer un acto solitario de ingenuidad necesaria.

Un segundo texto nos adentra en la narración de las peripecias de un personaje complicado en su simple destino, un duende. El hecho de encontrarse con otro ser fantástico no lo libera de su enorme carga de destino.

Tres poemas, como siempre, otra vez sobre las palabras, finalizan la Lluvia de hoy.

Que sea provechosa para el lector.


Elogio de la sencillez



Si tu intención es describir la verdad, hazlo con sencillez y déjale la elegancia al sastre.

Albert Einstein

Cada día nuestra sociedad avanza hacia la complicación. Los procedimientos más simples se convierten en un largo calvario de requisitos sin ninguna otra lógica más que la de controlar el proceso de manera impecable y garantizar un mejor servicio al cliente o usuario.

Cualquier trámite elemental se convierte bajo esa premisa en un sufrimiento. Ni se diga en qué iniquidad se transforma entonces un reclamo. En la condenación eterna a manos del funcionario o empleado que recibe la queja. En el olvido y el destierro de la posibilidad de solución. En la nada.

Nuestra vida en esta tierra tomó ese rumbo hace tiempo. Para hacerse más sencilla, se complicó. La tecnología que se usa para facilitarle acciones a la gente, dejándole más tiempo, supuestamente, para la diversión y el disfrute de la vida, es la abanderada en el tortuoso camino de las complicaciones.

Quienes usan la tecnología deben aprender una serie de pasos y de instrucciones que terminan siendo demasiado complicadas para muchos. Por lo que desisten de sus intentos de utilizar el aparato que acababan de comprar.

En un cementerio de inutilidades, muy útiles todas, se convierten los closets de las casas, los maleteros de apartamentos, los baúles olvidados de quienes aún conserven los arcones de su exilio. Pronto esos objetos guardados serán obsoletos. Y cuando el poseedor los rescate del olvido será para pasar vergüenza delante de amigos y disimular su extravío bajo el pretexto del coleccionismo.

Aunque, existe una alternativa a la incomprensión de los aparatos para hacerle a uno la vida más sencilla. Aprender a utilizarlos y convertirse en su esclavo.

No todos, en realidad, nos convertimos en esclavos de la tecnología. Algunos nos montamos en ella y hacemos que nos obedezca. Cuando eso ocurre sentimos que estamos facilitándonos la vida. Pero mientras no suceda esa comprensión, nos ubicaremos en algunas de las esquinas de ese ring de boxeo contra la complicación presentada como simplicidad.

Se dice que los jóvenes siempre comprenden al instante todo ese inventario de aparatos para la simple complicación. Es verdad. Ellos utilizan muy bien los aparatos. Y los utilizan. Y los utilizan... Sin poder luego desprenderse de ellos. Terminan siendo consumidos por los mismos, por la tecnología, por la virtualidad.

Están atrapados en la red como peces boqueando. Sin comprender las vías de salida. Además, por lo general, no les interesa el escape. Porque ese es el escape. Si se sienten cómodos viviendo en un mundo creado por el hombre, pues allí permanecerán. En ese submundo a imagen de la realidad externa. Nos evadimos hacia la creación secundaria, cuando la creación natural puede ser deslumbrante y liberadora.

Pero no todos son así. También hay jóvenes que cabalgan la tecnología y la hacen suya, un instrumento para su avance, para la comprensión de su lugar en el mundo. Hace falta hacer una lista de ellos.

La tecnología y el inventario consumista contemporáneo se disfrazan de sencillez. De una sencillez plástica, artificial.

La sencillez artificial nunca será real sencillez. No hay nada más complicado que lo que se nos ofrece como fácil solución. Todas las cosas con el prefijo o sufijo fácil son sospechosas de ser altamente complicadas y potencialmente peligrosas. Piensa nada más en una lata con abrefácil. Es un instrumento mortal, una hojilla en manos de los primates alucinados en los que nos hemos convertido ante el delirio de la sencillez artificial.

La sencillez, en verdad, es una forma de ser. Una actitud ante la vida. Hacemos la vida de una manera sencilla o complicada. La sencillez se dirige hacia la comprensión de lo que hace que las cosas sean como son. Se pregunta, se responde, aplica las soluciones al campo de la vida personal y las expande hasta los más cercanos, sin imponer su punto de vista pero con convicción suficiente para que el más inmediato de los inteligentes aprenda algo de su posición.

Quien adquiere el hábito de la sencillez no es porque ha renunciado a todo. Eso es otra actitud, la renuncia. Generalmente la hacen los monjes. Incluso aquellos que no venden sus Ferrari. La sencillez, por otra parte, busca que todo se haga según las normas de la vida. Sin tratar de reconstruir la existencia en un intento de simplificarla, complicándola enormemente.

No es que la vida sea simple. Es enormemente compleja. Pero se conserva sencilla. En su expresión, en sus formas, en su acción. Lo complicado es absorbido por el torbellino de la evolución. Lo complicado sucumbe ante lo sencillo, que se vuelve más eficaz.

Pero hemos aprendido inadecuadamente que lo complicado, por sus formas oscuras y su enredo, sería lo óptimo. Nos quedamos deslumbrados admirando el entramado de la construcción, sus vericuetos, mientras vamos construyendo una realidad que nos pierde en un laberinto.

La complicación nos lleva a crear monstruos que rápidamente no podemos controlar. La metáfora de Frankenstein, en su modalidad de creación complicada, tanto exterior como interiormente, se aplica perfectamente a la vida de la sociedad contemporánea consumista. Hace artefactos, vehículos aparatos, todos para mejorar la calidad de vida. Pero termina arruinando la vida del planeta, con humo, desechos, contaminación, muerte. Porque se separa del modelo de la vida y quiere construir su propia concepción de vida adulterada.

Esa concepción hecha cataclismo puede aniquilar al ser humano. Pero existen alternativas. Existe la sencillez.

Nuestra sociedad aún posee la opción de la sencillez, frente a la complicación que significa la certeza de una destrucción catastrófica. Podemos escoger. Pero una elección aislada no constituye sino un grano de arena en el viento del desierto. El compromiso es de la humanidad toda. De la duna completa. Es un compromiso en el que nos jugamos la vida.


Duende 1


Hay duendes que tienen la costumbre de esconder las cosas ajenas que encuentran. Generalmente aquellas que están fuera del lugar habitual. En una especie de venganza hacia el desorden, ocultan el objeto en sitios remotos de la misma casa o de los campos aledaños. En algunas oportunidades lo desaparecen casi definitivamente. No se podría decir que lo roban. Pero en algunos casos la codicia los ataca y algún objeto que les luce especialmente valioso, tratan, por todos los medios, de dejarlo para sí mismos. Aunque nunca lo utilicen o exhiban.

El oro de sus ollas, aunque se supone extraído de las profundidades de la tierra, en donde se enseñorean esos pequeños seres de formas un tanto repulsivas, tiene procedencias muy dudosas. Por lo general se componen de monedas acuñadas en las más disímiles épocas. Quienes las han visto –ocasión que se convierte finalmente en una desdicha– atestiguan fuentes tan dispares como Mesopotamia, Grecia y Roma antiguas y diversos reinos europeos, aparte que una u otra moderna pieza de colección de los siglos XVIII o XIX.

El duende cuyo nombre ocultamos por razones de la más estricta seguridad para las fuentes que revelaron su existencia, tenía esa costumbre insana de ocultar en su propia cueva las cosas que hallaba mal colocadas en las casas de un pueblo de las montañas. Igualmente de los alrededores.

Cómo aquel objeto fue a parar en un viejo taller de herrería que prestaba servicios a los dueños de los caballos del pueblo, nadie lo sabe. Lo cierto fue que el duende paseaba por el campo y al encontrar varias piezas metálicas herrumbrosas en las cercanías, continuó su búsqueda en el cobertizo que daba cobijo al taller, ahora más frío que una noche invernal pero que en sus mejores tiempos casi albergó las forjas de Vulcano. Allí en una caja de fierros, entre los despojos del tiempo y unas herraduras oxidadas, encontró aquella extraña lámpara de aceite. Y sin pensarlo -los duendes parecen no pensar mucho a la hora de sustraer metales- la echó en su saco y la cargó hasta su cueva.

Allí, mientras revisaba los trastos viejos recuperados de su paseo del día, se reencontró con la lámpara, el objeto más preciado y raro entre sus hallazgos. Tenía unas inscripciones, grafías desconocidas, a su alrededor y si se trataba de advertencias, pensó, él no le hacía caso a esas cosas. Su edad indeterminada le había hecho perder el temor a muchos aparentes peligros.

Debajo de la pátina del tiempo acumulado, el duende adivinó el dorado de un metal precioso del que estaba hecha la lámpara. Así que con un viejo paño fue frotándola hasta que apareció en su esplendor dorado. Junto a su descubrimiento áureo, una nube que no era de humo ni de vapor se fue condensando encima de la lámpara y, tras un sonido de trueno afónico, apareció un genio.

Nunca se sabrá quién se sorprendió más. Si fue que alguno se sorprendió con el hallazgo ante sí de tan increíble criatura. Pero los dos simularon sorpresa.

El genio suspiró hondamente creyendo que ese no era su siglo de suerte. Sabía de la fama de los duendes como timadores, aunque también sabía que a ellos los perdía la desmedida avaricia.

El duende masculló unas palabras y no dejó ver su intención –generalmente nunca la dejaba ver. Más bien pareció molesto por el hallazgo, disgustado como siempre de no poder exhibir ni vender su preciada posesión. Ahora, según dijo tendría que manejar a un genio seguramente estúpido que cumpliría sus órdenes al pie de la letra. Subrayó estas últimas palabras con lento cuidado.

El genio cumplió con su obligación de ofrecer los tres deseos a su diminuto amo. En cierto momento pensó que podía pedirle crecer un poco o incluso darle esa posibilidad de gracia. El genio imaginaba y apostaba consigo mismo cuáles serían los deseos de su dueño. Además de eso del tamaño, cosa bastante improbable como deseo, según inmediatamente corrigió, seguramente le pediría toneladas de oro, pero no se le ocurrió nada más. Los duendes suelen ser muy simples en sus complejos, pensó el genio.

El duende estuvo largo rato paseándose por la cueva, pensando en voz alta, pero en un idioma desconocido para los genios, según creía. Pensaba qué podía pedir sin quedar preso de los trucos de la ambición que siempre presentaban los genios.

En cierto momento se detuvo y miró directamente a los ojos al genio y le dijo tú sabes cuál es mi primer deseo, concédemelo. Quieres que adivine tu primer deseo y te lo conceda, dijo el genio. Pero el duende con un gesto impositivo le gritó, ¡no! No quiero que adivines nada, ese sería un primer deseo, adivinar y no voy a caer en ese viejo truco. Tú lo sabes, porque lo vi apenas saliste de la lámpara y me miraste. Vi que sabías que yo lo que deseo es oro, mucho oro. Cuánto, le preguntó el genio. El suficiente como para llenar diez cuevas como esta. Bien –dijo el genio- quieres diez cuevas como esta, llenas de oro. Alto, alto, alto, no me vengas con eso porque sé que entonces el primer deseo serán las diez cuevas y el segundo el oro, no, no y no. Dame suficiente oro como, repito, como para llenar diez cuevas como esta. Bien, amo, ¿pero dónde lo coloco? Si lo dejo afuera de la cueva estaría expuesto al latrocinio y la depredación, dijo el genio que había aprendido mucho de su estada con un profesor de lengua y literatura ahora convertido en enciclopedia. Tienes razón, pero para eso te tengo a ti por si acaso vienen a robarme, así que llena la cueva y el resto me lo dejas afuera, yo lo iré escondiendo poco a poco. Muy bien amo, respondió el genio con muchos deseos de llamarlo amito aunque se contuvo, pero debes saber que yo no soy un vigilante, así que te advierto que si quieres que me convierta en vigilante de tu tesoro me lo debes pedir. No, no, no, señor genio, no y no. Yo me encargo. Sólo dije que te lo pediría en caso de necesidad. Sólo te pedí el oro.

Enseguida el oro inundó la cueva, en lingotes, monedas polvo y pepitas, además de medallas, cadenas, dijes, copas y prendas diversas. Tanto que casi asfixia al duende que tuvo que cavar apresuradamente una salida sin dejar de sostener la lámpara. Vaya, genio del infierno, casi me sepultas para que te pidiese que me sacaras de allí, lo sé pero conmigo no valen esos trucos.

Afuera de la cueva una montaña de oro refulgía al sol de mediodía. El gigantesco reflejo, a todas luces extraño, llamó la atención de los habitantes del pueblo cercano, quienes se acercaron al sitio, recelosos al principio y luego sorprendidos. En poco más de un día todo el oro del duende fue saqueado. No sólo el de la superficie sino el de la cueva y hasta la pequeña botijuela en la que guardaba dientes de oro y otras chucherías menores que había encontrado en sus caminos.

Durante todo el tiempo que duró la expoliación el duende, enfurecido, tan sólo lanzaba maldiciones contra los saqueadores de ocasión, pero se contuvo de llamar al genio para salvar su caudal. Al final el genio, sorprendido pero sonriente, le dijo De qué te vale tener un tesoro que ya no es tuyo. Has debido pedir que se enriqueciera la gente del pueblo y así conservabas tu erario.

Sí, si, cómo no, esos son dos deseos y qué me garantizaba que después igual no me lo quitaran -respondió el duende.

Pero ahora nada tienes.

Te tengo a ti. Devuélveme el oro que se llevaron.

Bien. Dijo lacónico el Genio. Es tuyo de nuevo.

Al punto otra vez la montaña de oro apareció atapuzando la cueva, de paso. El duende sonreído miraba su enorme fortuna y poco a poco su faz se entristeció al darse cuenta de su error. Estaba como al principio, con todo ese oro al descubierto. Y tendría que darse prisa en ocultarlo.

El genio avanzó hacia el duende y haciéndole una gran reverencia le quitó la lámpara de un manotazo. Fue un placer servirte pequeño ser de las profundidades terrestres, le dijo.

¿Cómo? Si me falta un deseo.

Sabes que no. Me mandaste quitarles el oro a esos pobres habitantes que ya vienen en tumulto de nuevo hacia acá y dártelo de nuevo a ti. Pues ya no era tuyo. Dos deseos. Habías dejado abandonado tu oro y pasó a ser de otros. ¿O no es eso lo que dices de las cosas que encuentras mal puestas? Le dijo el genio mientras se retiraba al bosque tarareando una antigua canción persa.


Otros tres poemas de palabras


Una palabra
es una gota
que cae
y se expande
junto a otras
en la página,
en el espacio
blanco
del silencio.

Una frase,
un fragmento,
un poema,
se contiene
en ese instante
de rebalse
verbal
en el que surge
la unidad.

El aire sopla,
el sol calienta
y todo se evapora

Solo tú
recuerdas
ahora
mis palabras.

De Instantáneos



Las palabras se las lleva

el viento,

hechas saetas,

aguijones

ardientes heridas

cicatrices

jirones

recuerdos

que no recoge el tiempo

De El paso de la serpiente


Qué es esto

que construyo con palabras

Un espacio

hecho

de tiempo

Donde ahora estamos

De donde ahora

partimos.