Si tu intención es describir la verdad, hazlo con sencillez y déjale la elegancia al sastre.
Albert Einstein
Cada día nuestra sociedad avanza hacia la complicación. Los procedimientos más simples se convierten en un largo calvario de requisitos sin ninguna otra lógica más que la de controlar el proceso de manera impecable y garantizar un mejor servicio al cliente o usuario.
Cualquier trámite elemental se convierte bajo esa premisa en un sufrimiento. Ni se diga en qué iniquidad se transforma entonces un reclamo. En la condenación eterna a manos del funcionario o empleado que recibe la queja. En el olvido y el destierro de la posibilidad de solución. En la nada.
Nuestra vida en esta tierra tomó ese rumbo hace tiempo. Para hacerse más sencilla, se complicó. La tecnología que se usa para facilitarle acciones a la gente, dejándole más tiempo, supuestamente, para la diversión y el disfrute de la vida, es la abanderada en el tortuoso camino de las complicaciones.
Quienes usan la tecnología deben aprender una serie de pasos y de instrucciones que terminan siendo demasiado complicadas para muchos. Por lo que desisten de sus intentos de utilizar el aparato que acababan de comprar.
En un cementerio de inutilidades, muy útiles todas, se convierten los closets de las casas, los maleteros de apartamentos, los baúles olvidados de quienes aún conserven los arcones de su exilio. Pronto esos objetos guardados serán obsoletos. Y cuando el poseedor los rescate del olvido será para pasar vergüenza delante de amigos y disimular su extravío bajo el pretexto del coleccionismo.
Aunque, existe una alternativa a la incomprensión de los aparatos para hacerle a uno la vida más sencilla. Aprender a utilizarlos y convertirse en su esclavo.
No todos, en realidad, nos convertimos en esclavos de la tecnología. Algunos nos montamos en ella y hacemos que nos obedezca. Cuando eso ocurre sentimos que estamos facilitándonos la vida. Pero mientras no suceda esa comprensión, nos ubicaremos en algunas de las esquinas de ese ring de boxeo contra la complicación presentada como simplicidad.
Se dice que los jóvenes siempre comprenden al instante todo ese inventario de aparatos para la simple complicación. Es verdad. Ellos utilizan muy bien los aparatos. Y los utilizan. Y los utilizan... Sin poder luego desprenderse de ellos. Terminan siendo consumidos por los mismos, por la tecnología, por la virtualidad.
Están atrapados en la red como peces boqueando. Sin comprender las vías de salida. Además, por lo general, no les interesa el escape. Porque ese es el escape. Si se sienten cómodos viviendo en un mundo creado por el hombre, pues allí permanecerán. En ese submundo a imagen de la realidad externa. Nos evadimos hacia la creación secundaria, cuando la creación natural puede ser deslumbrante y liberadora.
Pero no todos son así. También hay jóvenes que cabalgan la tecnología y la hacen suya, un instrumento para su avance, para la comprensión de su lugar en el mundo. Hace falta hacer una lista de ellos.
La tecnología y el inventario consumista contemporáneo se disfrazan de sencillez. De una sencillez plástica, artificial.
La sencillez artificial nunca será real sencillez. No hay nada más complicado que lo que se nos ofrece como fácil solución. Todas las cosas con el prefijo o sufijo fácil son sospechosas de ser altamente complicadas y potencialmente peligrosas. Piensa nada más en una lata con abrefácil. Es un instrumento mortal, una hojilla en manos de los primates alucinados en los que nos hemos convertido ante el delirio de la sencillez artificial.
La sencillez, en verdad, es una forma de ser. Una actitud ante la vida. Hacemos la vida de una manera sencilla o complicada. La sencillez se dirige hacia la comprensión de lo que hace que las cosas sean como son. Se pregunta, se responde, aplica las soluciones al campo de la vida personal y las expande hasta los más cercanos, sin imponer su punto de vista pero con convicción suficiente para que el más inmediato de los inteligentes aprenda algo de su posición.
Quien adquiere el hábito de la sencillez no es porque ha renunciado a todo. Eso es otra actitud, la renuncia. Generalmente la hacen los monjes. Incluso aquellos que no venden sus Ferrari. La sencillez, por otra parte, busca que todo se haga según las normas de la vida. Sin tratar de reconstruir la existencia en un intento de simplificarla, complicándola enormemente.
No es que la vida sea simple. Es enormemente compleja. Pero se conserva sencilla. En su expresión, en sus formas, en su acción. Lo complicado es absorbido por el torbellino de la evolución. Lo complicado sucumbe ante lo sencillo, que se vuelve más eficaz.
Pero hemos aprendido inadecuadamente que lo complicado, por sus formas oscuras y su enredo, sería lo óptimo. Nos quedamos deslumbrados admirando el entramado de la construcción, sus vericuetos, mientras vamos construyendo una realidad que nos pierde en un laberinto.
La complicación nos lleva a crear monstruos que rápidamente no podemos controlar. La metáfora de Frankenstein, en su modalidad de creación complicada, tanto exterior como interiormente, se aplica perfectamente a la vida de la sociedad contemporánea consumista. Hace artefactos, vehículos aparatos, todos para mejorar la calidad de vida. Pero termina arruinando la vida del planeta, con humo, desechos, contaminación, muerte. Porque se separa del modelo de la vida y quiere construir su propia concepción de vida adulterada.
Esa concepción hecha cataclismo puede aniquilar al ser humano. Pero existen alternativas. Existe la sencillez.
Nuestra sociedad aún posee la opción de la sencillez, frente a la complicación que significa la certeza de una destrucción catastrófica. Podemos escoger. Pero una elección aislada no constituye sino un grano de arena en el viento del desierto. El compromiso es de la humanidad toda. De la duna completa. Es un compromiso en el que nos jugamos la vida.
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