En ese tiempo llegó otro cura a la iglesia.
Llevaba su alergia con gran placer, entre libros antiguos de los que extraía datos en una serie de cuadernos tan amarillos como los documentos que ojeaba. Su letra ya parecía la de los manuscritos que sólo él entendía. Su olor era el del polvo de los volúmenes históricos que le provocaban el enrojecimiento de la nariz.
El padre Sarriá vino de Cataluña hace mucho tiempo a organizar el archivo de la casa, para ser precisos el de la Iglesia, y el del palacio Arzobispal. Su trabajo es de paciencia, luchando contra la polilla y las palomas de la torre donde reposan cajas de documentos que lo esperaban ansiosamente para sobrevivir.
El niño de la casa admira el trabajo del padre Sarriá. Lo observa a cierta distancia, según su propia recomendación, escrutando las hojas amenazadas por el tiempo y la inadecuada conservación, según explica. Se percata de su método de clasificación y su celo por las páginas agujereadas o manchadas. El niño ve nacer de aquel rompecabezas libros completos, traducidos simultáneamente en los cuadernillos del padre Sarriá, experto en la paleografía.
El párroco lo anima en su trabajo, le ofrece todas las facilidades de las que puede disponer, e incluso imita su celo, recuperando él mismo archivos más recientes. El padre Sarriá publica en revistas especializadas sus hallazgos más curiosos, partidas de bautismo y de defunción de próceres de la independencia y datos obtenidos de libros de referencia histórica del siglo XVII.
A él se debe la restauración del Libro de Thamarón, una joya informativa sobre la economía y las costumbres coloniales. Allí también se constataba el despojo del que había sido víctima la iglesia en el transcurrir de malos administradores, según la apreciación del padre, expuesta en un estudio introductorio. Un aserto que nadie creía en la casa, porque todos tienen fe de que el tesoro aún los acompaña.
El padre Sarriá parece una especie de monje. Desprendido de todo lo material, rechaza con prudencia cualquier manifestación que pudiera envanecerlo en su trabajo. De esa manera no se presenta a la entrega de condecoraciones que gana por su paciente obra, aduciendo las más extrañas excusas para no ofender a quienes se las ofrecen.
Su gastada sotana, gris por el tiempo y el polvo, es objeto de chanzas por parte del padre González, de quien dice el padre Sarriá que huele a purgatorio, por la estela perfumada que deja a su paso y las vestiduras impecables que usa. Obtiene, entonces como respuesta que es preferible oler a purgatorio y no a jaula de monos, insulto máximo para alguien sensible a las comparaciones grotescas.
Las recopilaciones del padre Sarriá ven luz algún tiempo después de su partida de estas tierras de misión. Se celebraban los cuatrocientos años de la ciudad, motivo suficiente para la publicación.
Ya el padre González había abandonado las sotanas nuevas y el estado clerical, pero tuvo la oportunidad de reconocer los méritos de su adversario de ocasión en una pequeña nota de prensa.
A nadie se le hubiera ocurrido que el padre Sarriá hubiese sido quien desapareció el tesoro de Thamarón y Portillo. Pero hubo quien lo sospecho y lo mantuvo hasta el final de sus días.