Las palabras no pueden apresar el amor. Siempre el sentimiento parece rebasar el símbolo con el que se quiere representar. No obstante, la palabra reproduce un estado subjetivo en quien la percibe, bien sea escuchando la voz o leyéndola, una actitud en el que el perceptor reproduce sus propias vivencias. La palabra es el detonante de una emoción o un sentimiento guardado en el espacio de los recuerdos.
La palabra es un acto de amor. Aunque lo pueda ser de odio, de amarguras, resentimientos, intolerancia o tantas otras emociones cercanas a lo destructivo, ella guarda en su esencia primordial un carácter eminentemente constructivo. La palabra es, en sí misma, un acto creador, un acto de amor.
Al expresarnos, sea de viva voz o con estos signos que ahora lees u otros, arquitectos de un discurso, estamos manifestando afecto por nuestro interlocutor o lector, siempre presente de cuerpo ante nuestra voz o invisible en el espacio y tiempo de su soledad en la lectura.
La escritura, además, es, no pocas veces, un acto manifiesto de amor. No solo por la manifestación de esa intención creativa y de contacto con quien se convierte en ese otro siempre presente, sino también por el desarrollo de una temática expresa que busca remover desde el fondo de nuestra interioridad ese sentimiento universal.
El amor, patente en voces, en vocablos, en palabras escritas que resuenan en nuestros espacios interiores, se transforma, sea cualquiera el género literario que empleemos, en una ofrenda al ser amado. En motivar este impulso a ofrecer algo de nosotros mismos interviene no la ausencia de ese ser sino su presencia constante, pulsante en nosotros, sin importar las circunstancias ni distancias geográficas o temporales que nos aparten de él o ella.
A veces ese ser de nuestros anhelos amorosos tiene cuerpo, alma e individualidad bien definida. En ocasiones, es sólo un ente ideal que habita en nosotros y que busca afanosamente su manifestación en el mundo de las realidades cotidianas.
En algunas ocasiones ocurre el milagro de la encarnación de ese ser ideal. En ese momento la persona que representa el amor se vuelve centro de todos nuestros afectos, de nuestros actos y toda escritura deviene en una entrega para sus ojos, su mente y su corazón.
La escritura, en ese momento, es una acto de desprendimiento que, lejos de aminorar el cúmulo vivencial del escritor, le enriquece enormemente con una gama de sutiles palabras, giros, contenidos, formas y expresiones que canalizan ese ejercicio permanente de amor.
El amor siempre ha mejorado la práctica literaria. La convierte en lo que es, una acción de vida.