domingo, 8 de agosto de 2010

Fantasma extraviado 4



Un fantasma vagaba por el cementerio municipal al atardecer. A esa hora de las sombras largas, cuando los pocos visitantes vivos abandonan el lugar de aparente reposo de los difuntos o de sus huesos y cenizas, melancólico paseaba el etéreo ente, mirando las tumbas entretenido, mientras buscaba una que no sabía a ciencia cierta de quien podría ser. Mientras tanto, pensaba en el triste espectáculo, no de esos despojos enterrados sino de la consideración que le tienen los vivos a esa nada, un mayor respeto que el que tienen en los centros de salud, donde atormentan a los enfermos con largas conversaciones que los irritan hasta el cansancio pero nunca con el sueño, hasta la agonía pero nunca la muerte. Preocupaciones sociales las del fantasma.

Tras peinar poco a poco el camposanto –estaba plagado de cruces y estatuas de mármol de ángeles y beatos en poses extáticas– creyó reconocer en una lápida un nombre. Acercó bien sus incorpóreos ojos hasta un extremo cercano a lo ridículo, incluso para un fantasma, para leer bien su propio nombre. Aquella comprobación lo llenó de terror. Sus temores antiguos se veían justificados, al patentizar, finalmente, sus sospechas de que era un espectro cabalgando entre el mundo de la muerte y el de los vivos.

Se sentó, entonces, con las últimas luces de la tarde y las primeras de la noche, junto a un fornido ángel que sostenía la trompeta que tocaría en el día del juicio final. Le hizo varias preguntas a esa piedra fría. Pero el silencio de la noche advenediza fue la respuesta.

Pensó entonces en lo que iba a hacer con su vida de muerto.

Desde entonces, para entretener sus largas jornadas que recorrerían la infinita secreción del tiempo, se dedicaría a escribir. Eso es solo una expresión elegante de decir las cosas, porque al no poder asir instrumento alguno en sus transparentes manos, el fantasma me ha dictado palabra por palabra estas breves memorias de su aburrida vida en territorios de la muerte.

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