I
Estrena urna, un tanto módica pero nueva y nadie le dice que le queda bien, aunque, en los sonreídos ojos, escasos, que se miran afirmándose los comentarios, se adivina que sí quisieran decírselo. De brazos cruzados el calvo del rincón con los ojos flotantes la mira en aquella tiesura que no le corresponde sino a él en actos protocolares con fina bandeja en mano y corbata de lazo. La observa entre luces doradas y sonidos solitarios de la casa y se encamina a huir hacia sus historias. Ella contándoselas primero, ella recontándoselas después, él completándoselas al surgir espacios de amontonados vacíos. Ella refiriéndole los nombres de cada ciego que ayudó, de cada maestra que habilitó para la ayuda de otros ciegos de los que aún sabía el nombre pero que no recordaba si le habían ofrecido placa de reconocimiento. Ella en la plenitud de su discurso crecido sobre el viaje invitada por instituciones de afuera, bamboleándose sobre la silla en exacta repetición del homenaje, ella derrumbándose con peso poco usual al recordar al esposo muerto y al esposo que hubiera querido matar en una sola y confusa imagen. Ella repuesta y contando las vicisitudes del divorcio que nunca quiso contar y del sempiterno uso del apellido del difunto, ella pidiéndole un vaso y encontrando el brandy escondido benévolamente para-que-no-tome-pero-es-Io-que-Ie-gusta, ella en medio de la ira y disímiles objetos, ebria y pidiendo ayuda al caer tendida como ahora permanece.
En el interior del reducido espacio, de sonido hueco a la pisada, acumula lo que nunca se atreve a desordenar en los múltiples espacios de la casa y el olor de los recuerdos de viaje contrastará con el de la bajada por la escalera de madera frente a la alta pared que enseña sus ladrillos húmedos de tiempo.
Se recorren las habitaciones de la planta baja, se revisan los patios con el golpe de una mirada y ella sólo aparece en una voz del fondo y de lo alto o en la indicación silenciosa del hombre calvo que cree servirle aún.
Los ecos se desparraman y tan sólo se adivina su figura cuando uno se atreve a subir lo que en el acto se conoce como escalera, y extraña, a pesar de que los cuartos vacíos y los recodos ensombrecidos y abiertos no muestran la gloria pasada que el espejo gigante del salón de entrada reflejó.
Ella no deja acariciar los recuerdos de viaje por el polvo, como dice con voz queda, sino los repasa continuamente junto a los álbumes de lomo grueso y figuras sepias que se amontonan en lejanos grupos de ciegos, por la mano de ella favorecidos siempre, aún ahora en la preservación del polvo y el hongo, que les brinda a cada impulso. se grita llamando y la voz se profundiza para que le responda el ruido de una puerta al abrirse y la invitación de pasar arriba sea también la de escuchar hasta el llanto las razones de efectividad de las obras que ella fundó, y de ver las medallas de plata bronceadas por la guarda, junto a diplomas de instituciones desaparecidas que reconocen en palabras desacostumbradas lo que ella dice, en lo que ella se extasía, lo que ella aprueba de ella misma con la mirada perdida a la manera de mirarse en el gran espejo.
Enuncia amistades retratadas y muertas, una tras otra con sus títulos que escapan en la actual inexistencia, tratos a ella dados y que persiste en contar por episodios de memoria que recomienzan en la misma sesión.
En la imprevisión de las visitas desocupa espacios de sus reducidas habitaciones como para estar sentados y esconde latas y botellas vacías, a la par que habla, uno se fija en la peluca rubia con sombrero aún pegado por un alfiler que trata de esconder bajo un mueble mientras apenas se da cuenta en su pie de lo torcido de la media, oculta la lámpara con bombillo infrarrojo, el radio y lo que en el momento de hablar puede constatar como fuera en el orden de su pasado.
II
Saca cuidadosamente de entre los papeles de seda sin color y los recuerdos humedecidos en el momento. el cristal de la jarra y los cubiertos de plata que no se necesitan pues en la invitación cursada en fina cartulina tan sólo se mencionó la intención de servir una tisana; limpia con mayor atención las piezas que en antiguas circunstancias la servidumbre habría hecho relucir; y extiende sobre el raído mantel bordado y cercano los objetos temblorosos que acompañarán a los vasos plásticos dispuestos por el mesonero.
Contempla su abrigo de piel deslucido por una quemadura y extraño a la hora, sitio y temperatura, en el piso, a los pies de su silla de ruedas, innecesaria a su condición y se pierde estática en la vista del cuento y recuento de las servilletas arrugadas en los rincones de los vasos amontonados en todo mueble, en las matas dañadas por, los estragos de los ausentes y en la vida que ya no llevará.
Dirige la palabra a los aún extrañados huéspedes que no saben estarse sujetos a las sillas metálicas ni quietos ante la tiesura del hombre vestido de blanco con corbatín y pantalón negro que luego con seriedad empezará a repartir la bebida con frutas disipando las dudas sobre el nombre enigmático que le dio en la tarjeta. Dirá a todos los niños que aún no saben qué es tisana, que tan sólo desea demostrarles el cariño que les profesa, pero entre lloros cuenta las obras altruistas alguna vez desarrolladas y que sólo se traducen en entrelazado cambio de miradas y por algunos movimientos metálicos de incertidumbre comentada.
Se sube por la escalera de madera que cruza a cada momento y se empina desigualmente. Se observan las bases de madera pintada de este andamiaje. Se llega a este elevado piso, sobre el andamiaje de madera que cubre el patio, después de hacer mucho ruido, sobre todo siendo uno pequeño, y se le descubre despertada por los pasos y sin poderse arreglar el pelo ni el aliento alcohólico.
Se permanece en el espacio formado entre la pared de las habitaciones y la baranda que salva el trecho hasta el piso de abajo en lo que parece un balcón largo desde donde se domina más allá de la casa vacía. Se sabe que en aquel alto guarda todo lo que significa recuerdos, se mira su trastabillar impreciso como la suma de ellos. Se extraña la situación y el sitio.
III
Tiene que ser el viento y no otra causa lo que descorre la puerta desatrancada, desquiciada, sin aldaba de bronce, la puerta de cristal y madera, la puerta de la romanilla, para dejarla aparecer a ella hacia la mitad de los seis metros cuadrados de espejo orlado en oro apagado sin luz ni reflejo más que el de ella en contemplación de su esplendor lejano allí guardado.
Y apaga la llama del cirio cuando el féretro sin mirada en el centro de ese mismo mar amarillento orlado de oro apagado sólo espera hundirse en tierra sin esfuerzo de apegarse a los dos cargadores que por caridad y creencia de vida eterna lo llevan a la fosa.
El que descubre con olor de tiempo después, el cuerpo del fiel y extraño sirviente en una cama de preocupaciones y sábanas revueltas en el colapso del corazón al mes justo de la forzada huida de ella hacia el camposanto.
El que hace recordar.
De Andamiaje (1977)