sábado, 31 de mayo de 2008

CIUDADES PERDIDAS, GENTE ENCONTRADA

La lluvia nos trae reflexiones hechas en el tránsito. En la paz de una interminable cola nos volvemos sobre nosotros mismos y vemos la ciudad como nuestro inevitable espacio. Lo que la llanura a las manadas, lo que el árbol a otras especies, en el ser humano la ciudad es su espacio, su medio, invento artificial y artificioso. Hay formas de transformar el medio sin seguir deteriorándolo. Este es el meollo, la tranca que pretendemos resolver con unas líneas. ¡Vaya aspiración! Pero quién sabe, si muchos compartimos ideas parecidas tal vez algo pueda suceder.

En la ciudad encontramos voces que cuentan historias. De hoy y de ayer. Por eso dos relatos complementan esta Lluvia de Hojas. Uno trunco, como todo lo que la velocidad fractura. Otro que forma parte de un viejo proyecto, donde la ciudad era otra. Otra que preparaba esta misma trampa…

Falta ahora tu voz. Tu palabra hecha letra. Utiliza los comentarios. Sabré que no soy una voz que clama en el desierto urbano. Hazlo para lo que quieras, asentir o disentir. Para eso está abierto este espacio y este tiempo.

LA CIUDAD IMPOSIBLE, LA CIUDAD POSIBLE

José Gregorio Bello Porras

La ciudad es una aglomeración que prepara continuamente un movimiento hacia la nada. Todos sus habitantes se mueven en direcciones múltiples que terminan anulándose.

Idas y venidas. Tráfico constante de cuerpos, de metal, de madera, de carne. Circulación de fluidos por ríos, venas de sangre oscura y pútrida, arterias de cemento endurecidas por la grasa de vehículos con descuidada salud. Cansancio.

La ciudad es un cuerpo caótico. Organizado por leyes producto del delirio de bien intencionados juristas municipales, pero de inestable salubridad. La de los legisladores o la de la ciudad, no importa.

Su propia dinámica termina por hacer que domine la locura, la tensión alta o la alta tensión diseminada en millones de luces que quieren disimular su oscuridad perenne. La ciudad es una enfermedad que quiere curarse a sí misma. Pero no siempre lo logra.

Tal vez sea necesaria. Lo es para practicar la convivencia. Mas sus propias normas reducen al ser humano a un integrante de su maquinaria e impide casi siempre que sea el propio humano quien la controle para su provecho.

Existen ciudades para el ser humano. No las nombraré por distintas razones. Sobre todo porque si se vuelven modelos para otras urbes, no servirán de nada. Cada ciudad debe armar su propio modelo.

Pero lo abundante son las ciudades que reducen a escombros al humano y a la infraestructura que lo cobija. Que desconoce sus necesidades. Que olvida su pasado. Que vuelve cenizas sus oportunidades de respiración. Ciudades que obedecen a los intereses de unos pocos quienes no se consideran ni siquiera habitantes suyos. Y finalmente a los intereses de nadie.

La ciudad no es ese pedazo de concreto, tablas y plástico que cobija a un individuo de los elementos naturales. Es un lugar para que el individuo crezca como ser humano.

La ciudad esencialmente es la gente que conforma un enorme ser, a veces con visos de monstruo, un enorme ente que desea existir y hacer cosas que se suponen benefician su vida y la de todos quienes lo componen. Pero muchas veces el ser está descompuesto y poca cosa es el deseo sin acción.

Ese macro-ser, si logra la coherencia de su propia organización interna, de la participación de sus integrantes en su destino, tal vez logre interesantes aciertos y equivocaciones y pueda retomarse como espacio para vivir y convivir.

La ciudad extraña al individuo, la ciudad que lo agrede con sus fluidos, con sus aires de humo y de grandeza, con sus órdenes desquiciadas y sus arrebatos de violencia generados por su propio caos, debe desaparecer.

El proceso no es la reurbanización ni la replantación forzosa de árboles y gentes en otros lugares. El proceso es una revolución de la conciencia. Cosa abstracta, extraña, insólita para quien cree que sólo somos hierro y cemento armado.

Pero esa revolución de la conciencia de los ciudadanos es posible y comienza por nuestro propio querer, con el de todos los seres de buena voluntad que seguramente viven junto a nosotros. Humanos de los cuales no nos damos cuenta casi nunca.

Esa revolución posible permitirá tener, en algún momento, una ciudad que tal vez se perdió pero que queremos reencontrar mejorada. En ese momento la ciudad dejará de ser el infierno que sufrimos para ser el paraíso, nunca perfecto, pero posible que nos merecemos.


DEL FONDO DEL AUTOBÚS UNA VOZ CUENTA SU VIDA


José Gregorio Bello Porras

Del fondo del bus una voz cuenta su vida. Le asiste la simpleza de un cuento lineal. Dice que gasta más en artículos de higiene que en comida. Está sola y la casa la consume sus energías y sus ahorros. Pero no quiere que se desvencije como ella. Perdería valor. Algún día la venderá para comprarse algo más pequeño. Y quiere que le sobre dinero para vivir bien el resto de su vida, como nunca lo ha hecho desde que su esposo murió. Dice que a veces come con un paquete de harina y una lata de sardinas. Pero como acompañantes solamente, nunca como alimentos. Sentados cada quien en su silla.

Su solitario parlamento se ve abruptamente interrumpido por una interlocutora que le pregunta entonces qué come, sin dejarla responder sino haciendo ella misma comentarios generales sobre las mujeres, los hombres y los hijos, en un monólogo reiterativo que forma un foso común en forma de discurso. La mujer a la que no le he mirado el rostro –que imagino triste– se calla para siempre. Me bajo del colectivo.

EL ABUELO DA LA VUELTA AL MUNDO TODOS LOS DÍAS

José Gregorio Bello Porras


El niño de la casa sólo supo la edad del abuelo cuando cumplió los noventa años y le parecieron los años del mundo desde su creación. Desde entonces lo miró con más atención, queriendo descifrar en su hablar pausado una conexión con la época de los desplazamientos a caballo, de distancias dilatadas por el sueño y el humo de ferrocarriles.

Al niño de la casa le gustaba observar sus historias de mesa y sobremesa, entre el vapor de la sopa de cebolla, con la que conjuraba el cáncer, y el tintineo de los cubiertos en la loza, aunque la pausa y los ruidos del comedor le dieran sueño en otras circunstancias. Le apetecían especialmente sus peripecias de juez de pueblo. Sus oportunas salidas verbales y más aún los escapes presurosos por puertas y pasadizos secretos, ante la amenaza de los ruines, por su esfuerzo de hacer cumplir la ley en una época donde imperaba la fuerza.

Menos le gustaban las historias de su quehacer como comerciante, comparando precios irrisorios con los del presente y utilizando extinguidas unidades monetarias y de medida. Aunque se interesaba por su manera de tomar decisiones rápidas que le llevaban a acciones como la de construir una casa después de una noche de planificación e insomnio o la vender todas sus propiedades para iniciar un nuevo negocio o asentir en la compra de una mina de oro en un territorio desconocido, de la que sólo tenía una dudosa muestra y muchísimos papeles que la describían a la manera de los tónicos capilares: Con esta inversión usted asegura su dinero ¡hasta cien veces! Y cosas por el estilo.

El abuelo guardaba mucho. Sobre todo sus recuerdos y las cosas que los evocaban. Lo hacía cuidadosamente, como un embalsamador de remembranzas, en un escaparate de caoba con patas que semejaban las garras de un león.

Luego de la partida del abuelo, infamemente fue pintado de verde y saqueado por quienes parecía no importarles nada de lo que les antecediera.

Allí, en ese armario, el abuelo archivaba sus libelos y respuestas, sus cartas y mensajes, sus objetos y relojes detenidos en un tiempo definitivamente guardado en la memoria.

El abuelo demostraba gran inteligencia en cada una de sus precisas intervenciones. El niño lo comparaba, entonces, con el propio rey Salomón, después de leer los relatos de sus decisiones en la Historia Sagrada.

El abuelo conocía las leyes mejor que los abogados de la capital, quienes se hacían asesorar por él secretamente. Las aprendía de una sola lectura. Y las aplicaba con gran habilidad en inmensa cantidad de casos. El niño imagina la piedra enorme que una vez el abuelo llamó como testigo de un caso, para probar la culpabilidad del reo quien se incriminó al revelar la imposibilidad de traslado de una roca de ese tamaño. Este hecho y la carcajada que despertó le valieron luego una encarnizada persecución por parte de la banda del malhechor sentenciado.

El niño se lo imagina, entonces con capa y sombrero, montando su caballo en las sombras de la madrugada, desplazándose entre matorrales con sigilo hasta sitios más seguros, burlando a sus perseguidores con habilidosos disfraces que le parecen extraídos del carnaval veneciano.

El niño debe al abuelo, además de las intrincadas y graciosas historias, su interés por el latín. Él fue quien lo condujo un día a la sacristía y lo revistió de sotana verde y pequeña capa roja y lo puso a ayudar en los oficios de la hora santa, donde los Cofrades del Santísimo cantaban hasta que él se adormitaba. Ahora ya no podría dormir sino tendría que aprender las respuestas de las oraciones y a cantar el Tantum Ergo. También fue él quien le sugirió al padre Jesús su inclusión en el coro de la iglesia.

El abuelo salvó al niño de los miedos nocturnos cuando corporizaba su presencia casi fantasmal en su habitación, mientras la madre salía a sus reuniones políticas o sociales, dejándolo perseguido por sombras de corujas y por el recuerdo de la mismísima bruja de la bella durmiente, en su fase de dragón eyector de fuegos verdosos y creador de zarzas y alambres de púas.

El abuelo imponía seguridad y su blanca presencia perfumada en lavanda disipaba los temores aunque se mantuviese en silencio.

Por eso el niño sintió más solitarias las noches cuando el abuelo partió hacia el país pretérito de sus historias.

Por eso lo lloró en silencio y buscó ocultarse en plena calle, porque ningún recodo de la casa estaba libre de su presencia.

Y descubrió allí, en la acera de enfrente de la casa, que el abuelo regresaría apoyado en su bastón, luego de darle la vuelta al mundo, viniendo por el este después de haber partido por el oeste, como todos los días solía hacer junto al sol.