José Gregorio Bello Porras
La ciudad es una aglomeración que prepara continuamente un movimiento hacia la nada. Todos sus habitantes se mueven en direcciones múltiples que terminan anulándose.
Idas y venidas. Tráfico constante de cuerpos, de metal, de madera, de carne. Circulación de fluidos por ríos, venas de sangre oscura y pútrida, arterias de cemento endurecidas por la grasa de vehículos con descuidada salud. Cansancio.
La ciudad es un cuerpo caótico. Organizado por leyes producto del delirio de bien intencionados juristas municipales, pero de inestable salubridad. La de los legisladores o la de la ciudad, no importa.
Su propia dinámica termina por hacer que domine la locura, la tensión alta o la alta tensión diseminada en millones de luces que quieren disimular su oscuridad perenne. La ciudad es una enfermedad que quiere curarse a sí misma. Pero no siempre lo logra.
Tal vez sea necesaria. Lo es para practicar la convivencia. Mas sus propias normas reducen al ser humano a un integrante de su maquinaria e impide casi siempre que sea el propio humano quien la controle para su provecho.
Existen ciudades para el ser humano. No las nombraré por distintas razones. Sobre todo porque si se vuelven modelos para otras urbes, no servirán de nada. Cada ciudad debe armar su propio modelo.
Pero lo abundante son las ciudades que reducen a escombros al humano y a la infraestructura que lo cobija. Que desconoce sus necesidades. Que olvida su pasado. Que vuelve cenizas sus oportunidades de respiración. Ciudades que obedecen a los intereses de unos pocos quienes no se consideran ni siquiera habitantes suyos. Y finalmente a los intereses de nadie.
La ciudad no es ese pedazo de concreto, tablas y plástico que cobija a un individuo de los elementos naturales. Es un lugar para que el individuo crezca como ser humano.
La ciudad esencialmente es la gente que conforma un enorme ser, a veces con visos de monstruo, un enorme ente que desea existir y hacer cosas que se suponen benefician su vida y la de todos quienes lo componen. Pero muchas veces el ser está descompuesto y poca cosa es el deseo sin acción.
Ese macro-ser, si logra la coherencia de su propia organización interna, de la participación de sus integrantes en su destino, tal vez logre interesantes aciertos y equivocaciones y pueda retomarse como espacio para vivir y convivir.
La ciudad extraña al individuo, la ciudad que lo agrede con sus fluidos, con sus aires de humo y de grandeza, con sus órdenes desquiciadas y sus arrebatos de violencia generados por su propio caos, debe desaparecer.
El proceso no es la reurbanización ni la replantación forzosa de árboles y gentes en otros lugares. El proceso es una revolución de la conciencia. Cosa abstracta, extraña, insólita para quien cree que sólo somos hierro y cemento armado.
Pero esa revolución de la conciencia de los ciudadanos es posible y comienza por nuestro propio querer, con el de todos los seres de buena voluntad que seguramente viven junto a nosotros. Humanos de los cuales no nos damos cuenta casi nunca.
Esa revolución posible permitirá tener, en algún momento, una ciudad que tal vez se perdió pero que queremos reencontrar mejorada. En ese momento la ciudad dejará de ser el infierno que sufrimos para ser el paraíso, nunca perfecto, pero posible que nos merecemos.