La casa está revestida de grises desde hace mucho tiempo. Las molduras blancas apenas le dan algún contraste a su fachada, para que se aposente la luz. En ella se abren dos altas ventanas flanqueadas por el portón principal y la puerta secundaria en la que devino la del garaje cuando se tapió casi todo su frente.
El desahogado zaguán en cuyo final está el entreportón, mitad madera sólida y mitad rejilla ornamentada que simula el encaje, guardó un tesoro en su pared izquierda, la que lo separa de la iglesia, hasta los días de la restauración de comienzos del año sesenta. El vacío que dejó el arcón desaparecido nunca pudo ser llenado eficazmente y con frecuencia, en las noches de lluvia, expulsó con estruendoso arrojo su falso contenido de monedas de piedra.
Junto a la riqueza, cargada en esos funestos días por desconocidos habitantes, tal vez en desesperada huída o en alejamiento pausado, se fueron también apreciados fantasmas. Y la casa perdió parte de su encanto sombrío, tornándose, desde entonces, más lúgubre y solitaria.
Sin embargo, nadie creyó que todo el tesoro se había descubierto y perdido para siempre. Y a lo largo de cuarenta años se tejieron toda clase de sospechas, incluso hasta de quienes no habían llegado en el momento de la supuesta desaparición.
En torno al patio principal, pasando el corredor, se organizan los aposentos de sus más destacados habitantes. Junto al patio secundario, después del comedor de ocasiones especiales, al que fue trasladado el techo de madera de la iglesia, se ubican la cocina, el comedor secundario y las habitaciones de servicio. Más atrás el corral o los corrales, poblados de aves domésticas y visitado por otras, salvajes, que parecen ir a entrevistarse con los ratones y las serpientes enjauladas.
En algún momento ése fue también el sitio de los puercoespines. Sin embargo, desadaptados a este confinado espacio, escogieron el sofá y las butacas de la sala por camas para tomar prolongadas siestas y dar molestia al dueño de la casa. Así, dormidos como siempre, fueron donados al zoológico.
La casa tiene muchas puertas. Demasiadas. Esa característica frustró el atraco del año 64. la cantidad de entradas, pórticos, accesos, cancelas, tranqueras, portones, mamparas, postigos y trampas atemorizó a los asaltantes que no terminaron nunca de revisarlas todas. Y esperaban la salida de santos o policías por ellas. Lugares pequeños y grandes se ocultaban tras sus trabas, depósitos y habitaciones, además del colegio y la iglesia.
Sí, la iglesia. La iglesia es otro sitio de la casa a la que se entra por una minúscula puerta, la más pequeña de todas, ubicada en el despacho parroquial, junto al corredor. Es una puerta hecha para impresionar al que no la conoce. Se abre y da paso al lugar más grande de la casa. Es así para que nadie lo pueda imaginar. Además, parece un túnel o un pasillo de pirámide por la gruesa pared donde está cavada.
A la iglesia, específicamente a la sacristía, también se entra por la parte posterior de la casa, después de cruzar dos puertas y pasar por el espacio de lo que una vez fue la cueva del diablo. Una bifurcación en ese desolado sitio, lleva de igual manera a la parte trasera del colegio, donde se ubica una especie de patio techado, de uso múltiple, que en un remoto pasado fuese el cementerio de la antigua ermita.
La tercera puerta a la iglesia no deja pasar a nadie. Muy pocos la conocen. Es secreta. Desde un armario en el cuarto de los objetos en desuso, al que se accede desde el patio principal, llega a la nave derecha del templo, desembocando a través de un confesionario empotrado en la pared donde estuvo el altar de san Rafael Arcángel. Es una puerta para el alivio mental. Un escape a la amenaza de cualquier ataque externo. Está allí para no ser utilizada, pues nadie tiene la llave.
La casa está habitada por más ocupantes de los que su capacidad puede aguantar. Muchos idos, permanecen en las obsesiones que crearon, resistiéndose a la pérdida de sus memorias. Son fantasmas recientes e inexpertos en el arte de deambular. Se dan miedo a sí mismos y, en ocasiones, sólo se provocan la melancolía y el llanto que se oye al anochecer.
La casa tiene territorios inexplorados.
El niño los recorre todas las noches en sus sueños y se esconde de día en sus recodos más lejanos, o detrás de sus treinta y tres puertas, protegidas de las acechanzas del demonio por estampas de san Ignacio de Loyola y de san Miguel Arcángel.
Ese niño no sabe, sólo presiente, que las estampas están muertas y el enemigo permanece adentro, desde hace bastante tiempo, disfrazado de santo.