domingo, 13 de marzo de 2011

Narración de los recuerdos de la casa



La Lluvia de Hojas de hoy es totalmente atípica. Lluvia que anuncia la primavera o el otoño, todo depende de dónde uno se ubique. No solamente de forma geográfica sino de forma anímica.

Ha querido recorrer en tres trancos o relatos una parte de la vida del escritor. Formulada en una inédita novela que lleva años engavetada. Excusen los lectores esta licencia, un tanto egoísta, pero he querido compartir con vosotros un trecho de vida que transcurre entre la ficción y la fabulación interpretativa que llamamos realidad.

Son tres momentos, pasados, que aún muestran señales de vida en mi interior. Las casa permanecen con uno largamente. Y lo acompañan hasta la llamada, no sin cierta intencionalidad, última morada.

Un álbum de viejas fotos lo acompañan buscando una correspondencia entre los hechos que se desarrollan en ese pausado tiempo y las imágenes que estáticas miran el futuro con los ojos en blanco y negro, sin saber.

Que la Lluvia le sea de utilidad para regar el campo de sus imaginaciones.

Entrada a la Casa



La casa está revestida de grises desde hace mucho tiempo. Las molduras blancas apenas le dan algún contraste a su fachada, para que se aposente la luz. En ella se abren dos altas ventanas flanqueadas por el portón principal y la puerta secundaria en la que devino la del garaje cuando se tapió casi todo su frente.

El desahogado zaguán en cuyo final está el entreportón, mitad madera sólida y mitad rejilla ornamentada que simula el encaje, guardó un tesoro en su pared izquierda, la que lo separa de la iglesia, hasta los días de la restauración de comienzos del año sesenta. El vacío que dejó el arcón desaparecido nunca pudo ser llenado eficazmente y con frecuencia, en las noches de lluvia, expulsó con estruendoso arrojo su falso contenido de monedas de piedra.

Junto a la riqueza, cargada en esos funestos días por desconocidos habitantes, tal vez en desesperada huída o en alejamiento pausado, se fueron también apreciados fantasmas. Y la casa perdió parte de su encanto sombrío, tornándose, desde entonces, más lúgubre y solitaria.

Sin embargo, nadie creyó que todo el tesoro se había descubierto y perdido para siempre. Y a lo largo de cuarenta años se tejieron toda clase de sospechas, incluso hasta de quienes no habían llegado en el momento de la supuesta desaparición.

En torno al patio principal, pasando el corredor, se organizan los aposentos de sus más destacados habitantes. Junto al patio secundario, después del comedor de ocasiones especiales, al que fue trasladado el techo de madera de la iglesia, se ubican la cocina, el comedor secundario y las habitaciones de servicio. Más atrás el corral o los corrales, poblados de aves domésticas y visitado por otras, salvajes, que parecen ir a entrevistarse con los ratones y las serpientes enjauladas.

En algún momento ése fue también el sitio de los puercoespines. Sin embargo, desadaptados a este confinado espacio, escogieron el sofá y las butacas de la sala por camas para tomar prolongadas siestas y dar molestia al dueño de la casa. Así, dormidos como siempre, fueron donados al zoológico.

La casa tiene muchas puertas. Demasiadas. Esa característica frustró el atraco del año 64. la cantidad de entradas, pórticos, accesos, cancelas, tranqueras, portones, mamparas, postigos y trampas atemorizó a los asaltantes que no terminaron nunca de revisarlas todas. Y esperaban la salida de santos o policías por ellas. Lugares pequeños y grandes se ocultaban tras sus trabas, depósitos y habitaciones, además del colegio y la iglesia.

Sí, la iglesia. La iglesia es otro sitio de la casa a la que se entra por una minúscula puerta, la más pequeña de todas, ubicada en el despacho parroquial, junto al corredor. Es una puerta hecha para impresionar al que no la conoce. Se abre y da paso al lugar más grande de la casa. Es así para que nadie lo pueda imaginar. Además, parece un túnel o un pasillo de pirámide por la gruesa pared donde está cavada.

A la iglesia, específicamente a la sacristía, también se entra por la parte posterior de la casa, después de cruzar dos puertas y pasar por el espacio de lo que una vez fue la cueva del diablo. Una bifurcación en ese desolado sitio, lleva de igual manera a la parte trasera del colegio, donde se ubica una especie de patio techado, de uso múltiple, que en un remoto pasado fuese el cementerio de la antigua ermita.

La tercera puerta a la iglesia no deja pasar a nadie. Muy pocos la conocen. Es secreta. Desde un armario en el cuarto de los objetos en desuso, al que se accede desde el patio principal, llega a la nave derecha del templo, desembocando a través de un confesionario empotrado en la pared donde estuvo el altar de san Rafael Arcángel. Es una puerta para el alivio mental. Un escape a la amenaza de cualquier ataque externo. Está allí para no ser utilizada, pues nadie tiene la llave.

La casa está habitada por más ocupantes de los que su capacidad puede aguantar. Muchos idos, permanecen en las obsesiones que crearon, resistiéndose a la pérdida de sus memorias. Son fantasmas recientes e inexpertos en el arte de deambular. Se dan miedo a sí mismos y, en ocasiones, sólo se provocan la melancolía y el llanto que se oye al anochecer.

La casa tiene territorios inexplorados.

El niño los recorre todas las noches en sus sueños y se esconde de día en sus recodos más lejanos, o detrás de sus treinta y tres puertas, protegidas de las acechanzas del demonio por estampas de san Ignacio de Loyola y de san Miguel Arcángel.

Ese niño no sabe, sólo presiente, que las estampas están muertas y el enemigo permanece adentro, desde hace bastante tiempo, disfrazado de santo.

Cumpleaños


En esta casa no pasa nada, dice el niño la mañana del día de su cumpleaños. Lo único excepcional es un hecho invisible, una cuenta, una fecha, un número. Pero ninguna otra cosa especial. El día comienza con la mañana, como todos los días. Todo el mundo está igual. Nadie se da cuenta de lo que sucede. Como todos los días. Y hacen las mismas cosas de todos los días sin darse cuenta. Sólo el niño sabe. Y hay algo de tristeza y rabia en su conocimiento.

El niño empieza a percibir cómo es eso de tener una edad de dos cifras. Y que los hechos del intelecto parecen lucir invisibles a los ojos de quienes están embebidos por la rutina. Pero él está seguro que eso de cumplir diez años sólo se da una vez en la vida. Y que ayer tenía nueve, una sola cifra y hoy amaneció con una edad de dos cifras como las que tendrá en adelante y para siempre seguramente porque casi no conoce gente que tenga edades de tres cifras.

Se acuerda entonces de su bisabuela Juliana, a la que cree la inventora de las ensaladas de ají, quien murió a los ciento cinco años, de muerte natural, después de una peregrinación de siete kilómetros a pie.

Al llegar de la religiosa caminata sólo dijo: estoy muerta de cansada y se acostó prácticamente en su sepulcro. Pero, en realidad, no la conoció personalmente. Y solo la vio en una foto en blanco y negro en la que aparecía de largo vestido, sentada en una mecedora verde, también bastante vieja, con la que él sí estaba familiarizado porque era donde el abuelo le contaba sus historias.

Allí, en esa foto, aparece ella con cara de harta preocupación, como si cada año de vida agregara una terrible noticia y una enorme responsabilidad. Y el niño duda en el beneficio de contraer tales edades.

También conoce a doña Sofía, la señora que nunca se quita un gorro tejido que la hace aparecer como una reina antigua o un Papa renacentista y ya casi no se levanta de la cama. Es la abuela de un sacerdote conocido, quien le celebra misas en su cuarto mientras ella duerme como si fuese una difunta.

El niño recuerda que a ella le festejaron los cien años con torta y piñata porque jugaba con muñecas desde los noventa y cinco y esos motivos infantiles cada vez le gustaban más. Todo el mundo en esa fiesta se puso a retozar y a alborotar y al niño le pareció bochornoso y ridículo el espectáculo, a pesar que le gustara tanto a su madre y a las personas mayores.

Todo eso lo puso sobreaviso sobre la vejez extrema. Ahora, cuando el niño ve a doña Sofía, sospecha que su sombrero tejido guarda un gran vacío, y se asusta de las edades de tres cifras.

Pero él sólo tiene una de dos, desde hoy. Y el aire es el mismo de ayer para todos los mayores que cada vez más se parecen a doña Sofía en el olvido de lo realmente importante. Un aire tal vez igual de transparente para quien no ve el aire. No para él. Pues percibe que es más denso y encierra el elixir de la conciencia de cada instante, de cada detalle, de cada transcurso del tiempo en este cumpleaños.

De regreso a la casa


Hoy soñé que entraba a la casa. Todo estaba gris, paredes, muebles y personas. Todas tenían la cara de la muerte. Todas eran difuntas. Pero estaban muy animadas por verme regresar. Muchos de los muros habían caído. Y reestructuraron todo el edificio haciéndolo de tres plantas.

Pero el tesoro había sido sustraído.

En la primera planta me ubicaron. Era un huésped, más que un hijo que regresa o un sobrino, al menos. Hospedaje sencillo. Ambiente único. Debía ascender hasta el tercer piso. Pero no sería fácil.

En el segundo quedaban unos talleres comandados por un capataz exigente, déspota. Y tan solo dejaba el paso a quien le sirviera durante un año y aprendiera con destreza el oficio de la forja de metales. Qué extraño.

En la tercera planta todo sería contemplación. Contemplación de las verdades. Allí estaba, entre los volúmenes de una enorme biblioteca, el libro que contaba quién había despojado el tesoro de la casa.

La biblioteca decía todo lo que podía conocer el ser humano. Yo sólo quería ver el libro, abrir sus tapas rojas y encontrarme con la respuesta al enigma que me robó todos los años de mi vida.

Lo tomé en mis manos. Sentía su apresada energía. Y quise sacarlo de la sala. Un monje cuidaba el enorme archivo y aunque parecía distraído, sus ojos me seguían.

Me voltee de espaldas a su relajada mirada inquisitiva. Y urdí el plan perfecto. En la primera página, antigua, blanca amarillenta y vacía, escribí mi nombre, con una fecha antigua. Así probaría mi propiedad sobre él, si me preguntaban qué llevaba entre mis manos.

Luego avancé hacia la salida. El fraile apenas me miró sin preguntarme nada. Ya lo sabía todo. Era como la biblioteca misma.

Bajé hasta mis prestados aposentos. Y busque el nombre del autor de aquel robo que me había dejado sin la fortuna que siempre quise.

El libro en blanco sólo tenía mi nombre.