domingo, 12 de diciembre de 2010

La literatura como realización, resurrección y conservación



La Lluvia de Hojas de hoy viene con abundancia de palabras organizadas y dirigidas al tema que nos ha ocupado tantas veces, la literatura. En ella caen reflexiones, se desgranan ficciones y lloviznan poemas donde se reiteran estos temas tan recurrentes, no por ello menos interesantes, por lo menos para el escritor.

En la reflexión de hoy se hace la tercera y última entrega de La Literatura como vía de realización personal. En este corto ensayo, se ha tratado de inspeccionar la razón de ser y el objeto de escribir. Más son las preguntas que debe generar que las respuestas que puede contener. Pero el lector ha de decidir sus propias conclusiones.

Le sigue otro relato añejo, para comenzar con las fiestas navideñas como es Vestida de olor a polvo y naftalina. El tema de la conservación es fundamental en este relato. Conservar a la persona amada es parte de lo pudiérase llamar la ecología humana.

Finaliza la Lluvia de hoy con tres poemas de resurrección, un tema no siempre bien visto por estar asociado a su congénere que le antecede, pero que suele ser un final esperanzador para cualquier acto humano.

Que el lector se empape de buenos ánimos.

La Literatura como vía de realización personal – III Parte



Pero qué es esa autorrealización a la que pretendo acceder con la escritura.

Esa autorrealización está lejos de ser una meta estática, un sitio al que se llega sólo por escribir de una manera técnicamente perfecta.

Es un estado que se alcanza experimentando el escribir como un acto reflexivo, un acto de exponerse ante un espejo, detrás del cual pueden esconderse los lectores o las cucarachas. Sin que eso a uno le importe.

Esto, por supuesto, no significa un desprecio al lector sino más bien un respeto hacia él. Porque sólo siendo yo mismo, puedo darme enteramente a los demás. Porque yo soy mi primer lector y el inicio de la crítica.

Este acto trascendente y solitario que es escribir me permite mirarme a mí mismo y comprender y aceptar esa imagen como la que me identifica en la vida. Para cambiarla, para quedarme con ella o remodelarla, para lo que sea, pero para hacer algo con ese reflejo. El escribir debe servir para algo.

Esta es la responsabilidad ineludible de quien escribe: reflejarse, exponerse, interpretar el mundo, así no quiera hacerlo.

Cuando escribo estoy creando una posición ante la vida. Estoy siendo yo mismo, aunque simule todas las voces del mundo. Estas siempre dirán algo de mí, de mi mundo. Porque de eso se trata, ser escritor es ser creador de un mundo que busca reflejar la supuesta realidad, mediante acercamientos consecutivos.

El escritor, sin pretender serlo, se convierte en conciencia de la existencia en el mundo. Y esto es simplemente, un despertar de sí mismo. El escritor, en este caso sigo hablando de mi vivencia, es un individuo en procura de conciencia de su sitio en el mundo. El escritor es un individuo que avanza hasta ser persona.

El ejercicio de escribir me va convirtiendo en persona. Un ser que se diferencia del resto de los individuos porque identifica a muchos otros seres y se solidariza con sus pequeñeces y grandezas. No porque sea el rey del mundo o o la vanguardia de la conciencia. No. Sino por obtener la verdadera dimensión de mi propio ser. Un pequeño punto en el universo de las posibilidades.

He constatado que si vivimos en la inconsciencia la vida pasa por encima de nosotros y nos arrolla en nuestra pasividad de conejos encandilados. Entonces, nuestro destino será el del grano de arena en el desierto. Hacedor de multitud y perdido en ella.

Si nos damos cuenta de nuestra existencia y le buscamos respuestas, tal vez pasemos por la vida, enceguecidos también por la maravilla de su reflejo, pero nunca como granos de arena en un desierto, sino en los ojos y cerebros de los lectores. Un estímulo, minúsculo pero efectivo, a la conciencia de existir para algo, de escribir para algo.

Puede leer aquí: I Parte - II Parte


Vestida de olor a polvo y naftalina


I

Pasa por un largo corredor apresurándose, pero no lo suficiente para que sus pasos levanten polvo como lo hacen, se detiene al comienzo de la escalera, respira profundamente y sube con pausa hasta la parte alta de la casa. Mira a los lados, sigue por el pasillo desechando puertas dobles y llega hasta el fondo en penumbra, las ventanas de vidrios opacos del otro extremo no alcanzan a iluminar tanto pasillo. Abre esa otra puerta de madera oscura frente a la que se detiene; aunque quiere, no vuelve a voltear porque conoce muy bien su soledad, tranca con paciencia al entrar y se dirige a uno de los estantes plagados de libros y polilla. Se detiene en la foto, una más de tantas ilustraciones del libro que toma entre sus manos con delicadeza, para permanecer por más de media hora observándola. Coloca el libro en el estante y retrocede hasta el teléfono que se oculta entre papeles, en una mesa, sobre varios libros. Ven, quiero verte de nuevo, dice después de llamar.

II

La mujer se acicala con brocados y prendedores y la boa que se enroscaba en la silla se desliza sobre su cuello, revisa el color de sus mejillas, el largo del vestido, los labios y el peinado bajo el sombrero de alas grandes; baja el velo para ocultarse el rostro, pero de una forma que le permita fumar, se da unos toques de perfume ensayando sus pasos frente al espejo, con el frasco redondo en una mano levantada, se devuelve para tirarlo sobre la cama y sale a encontrarse con él, que esperaba en la puerta. Al verlo refrena la curiosidad y la marcha, de nuevo las preguntas ha pospuesto, sólo sabe que él no contestará, que él no le revelará por qué la llama tan consecutivamente, por qué debe vestir esas ropas. Pero no se inmuta ante lo que le parece necedades de viejo, pacientemente se deja llevar del brazo hasta la sala, se permite esperar a que coloque la música para continuar el desfile hasta el sofá y exhalar humo mientras la respiración entrecortada del viejo con frac la estremece de un disgusto que no expresa.

Descorcha, sirve, brindan, él deja la copa en la mesa y habla sin permitir que ella lo haga. Pequeños sorbos agotan su copa y con suave lentitud, que él no contempla, comienza a tomar de la que permanecía en el mueble. No detiene su discurso y sólo interrumpe sus palabras para rogarle que le oiga, deje de tomar, y se reconozca, asombrada, en el retrato de la página de un libro que saca de su bolsillo.

III

La llama con más frecuencia, repite: ven, quiero verte, y mira la foto ya sacada del libro. Aguarda impaciente hasta oír el gong para devolver a su sitio la foto y el libro, y, tan rápidamente como puede, baja a abrir la puerta. No dice nada al verla, no la mira siquiera, ella, acostumbrada, pasa directamente a una de las recámaras del piso superior.

Ella, mientras se reviste de olor a polvo y naftalina, va recorriendo cada una de las veces que la ha convocado y no distingue cosa alguna fuera del rito que siempre cumple pero ríe al verle la cara del día que le desobedeció negándose a venir desde su casa en tan desusado atuendo.

Él, en la biblioteca, aún contempla, con ternura, la foto de la mujer esbelta con ese ropaje y tiempo que la hacen amarillecer. Su recuerdo ahora se confunde con la imagen y con la mujer que sale de un cuarto contiguo a reunirse con él.

Efusivas palabras brotan sin medida ni la plena conciencia que recobra al escucharse diciéndole que sin su constante presencia él no podrá vivir.

IV

Piensa llamarla definitivamente, retiene el teléfono en la mano y los recuerdos próximos, su deambular en la casa, su paseo entre la luna que plenaba el jardín y el deseo de conservarla consigo para siempre.

Ven, quiero verte, y cuelga el teléfono para esperar. Ya es una firme decisión.

Suena el gong y revisa los preparativos para subir a atender el llamado. Duda, sin embargo, al abrir la puerta y recapacitar en las jóvenes proporciones de la mujer, poder conservarla por mucho tiempo. Se preocupa. Y mientras ella ceremoniosamente viste sus ornamentos, él baja al laboratorio de nuevo para medir y calcular el formol y poner a punto todo el material de disección.

De Un largo olor a muerto (1980)


Tres poemas de resurrección



He regresado

a la vera del sepulcro

donde alguna vez estuve.

Quiero encontrar los signos

de mi resurrección.

Allí están.

Las mortajas deshechas.

El ataúd astillado y vacío.

La tierra removida, empapada por las lluvias.

El silencio.

He caminado hasta aquí

para ver la oquedad

y nada encuentro

que ya no haya sabido.

Estoy redivivo.

De Extensa Brevedad


El grueso nudo

que me ahogaba

no era el de la condena

a muerte

sino el de la melancolía

que me sentenciaba

a vivir

cada instante

como el último,

siendo el primero

de un sufrimiento interminable.


Hasta que llegaste tú,

con algo mejor que un indulto,

con puro amor

y tu tierna mano

me libró de la pesada soga

y de la venda

de condenado enceguecido

para vivir intensamente contigo

toda el resto de infinita vida

que nos queda.

De En el inicio de la vida


La última

instantaneidad

es una sorpresa mortal

de la que uno se desentiende pronto.


Este momento

de consciencia

es apenas el paso

a otro instante

de profundo sueño.


Nada definitivo.


La resurrección del alba

o el sobresalto de la noche profunda

me devuelven,

atravesando la tierra

en un desgarramiento,

a este prolongado sueño

de mi vigilia

donde mi único alivio

es la constancia de tu presencia,

compañera de mis pensamientos

dueña de mis alegrías,

ecónoma de mis tristezas,

amor que no pasa,

vida eterna.

De Instantáneos