Todo acto creativo pretende, en algún modo, permitirle al creador trascender en el tiempo, estar presente en el futuro cuando sólo sea pasado. Todo acto creativo busca justificar nuestra estancia en la tierra, tratando de comprender la vida, encontrarle sentido y hacer con ella algo que valga el esfuerzo.
El ejercicio de la escritura, en algún momento, cuando se revela a otros ojos u otro entendimiento, ajenos a los del autor, se convierte en literatura. Sin embargo, la finalidad de ese ejercicio es la de constituirse en una vía para lograr que nuestra voz adquiera eco y dure, abarcando tiempos y espacios de los que no disponemos en la cotidianidad más rutinaria. Y no simplemente la de ser una consagración de biblioteca, un alimento de polillas, un espécimen en la arqueología de la crítica.
Escribir es, entonces, una forma de buscar y de encontrarle sentido a la vida. Una búsqueda y un hallazgo, porque la escritura, aunque sea evasiva para el lector nunca dejará de ser un ejercicio de reflexión para el escritor. Y en este sentido es oportunidad de creación, de encuentro con uno mismo, de comprensión de nuestro medio y de realización como persona.
Antes de continuar, debo aclarar algo. Este intento explicativo de lo que suelo hacer y de lo que ha sido mi camino, tal vez pueda encontrar resonancia en oídos ajenos. Tal vez pueda servir para que alguien se vea reflejado o se sienta partícipe de mi experiencia. Pero mientras tanto será tan sólo mi vivencia, expuesta ante ustedes a riesgo de todo. Nada más pretende.
Hablar de este tema inevitablemente me exige exponer algo de mi propia experiencia en el ejercicio de la escritura. Tal vez describa sólo lo que ha sido y es mi acercamiento al acto de escribir, a lo que fue aquel primer temprano deslumbramiento, cuando me di cuenta que podía transformar mis solitarias ideas en palabras coherentes, en relatos tales como los que leía en historietas, primero, en libros de aventura, después y en páginas de autoayuda, al final de mi infancia, cuando aún el término no había eclosionado y tan solo era la exposición de unos consejos infalibles para resolver toda clase de problemas.
De la lectura surgió la escritura, la percepción del poder de la escritura, el goce del escribir y leer algo que primero existió en mi pensamiento que en los sentidos ajenos. Según creía.
Este descubrimiento de las primeras letras y palabras dispuestas en un papel, con mucho rebuscamiento, en ese entonces, con altas dosis de grandilocuencia, probando los trajes de muchos narradores hasta quedarme con mi propio ropaje y desnudez, fue el inicio de un impulso, de un gusto que se transformó en necesidad. La necesidad de comunicarme se hizo papel. El verbo se hizo papel y tinta y vivió en mí. Al menos hasta que llegó el ordenador y la Internet.
Escribir es, pues, en primer término, una necesidad, casi fisiológica, expresión de sentirme vivo. De manifestar la potencia de pensar, de hilar de manera inteligible algunas frases. De exponer algunas fantasías como si tuviesen vida propia.
Las necesidades casi fisiológicas se manifiestan, muchas veces, con urgencia. Urgencia de decir, de hacer, de exponer, de reiterar y de retirar lo que se convirtió en el error del ensayo.
Escribir, luego fue, es y será, también, una manera de manifestar los sentimientos y emociones del descubrimiento del mundo. Y de documentar ese descubrimiento. La escritura es la máxima fantasía de la manifestación de sentimientos. Tanto, que seguramente creímos que de otra manera no se podrían expresar. Hoy me doy cuenta que tal vez no era manifestación de sentimiento y emociones sino, simplemente, creación de estímulos para la aparición de sentimientos y emociones. Mi mundo y el mundo de la otra persona se confunden para diferenciarse eficazmente.