En tiempos de lucha, la tolerancia es esencial para continuar siendo humanos. La tolerancia es respeto a la otra persona, a pesar de las diferencias que mantengamos con ella. Contrariamente, incluso, de las acciones inadecuadas que esas personas puedan emprender en contra nuestra.
La tolerancia es ejercicio de discernimiento. Esto significa que podemos separar lo que significa el valor de la persona, el valor de la vida humana, el valor de la existencia, de lo que son acciones, pensamientos y emociones que las personas puedan tener.
La tolerancia es consecuencia del acto de valorar la vida humana, de apreciar a los otros seres. Es conocer que existen diferencias fundamentales en la manera de pensar entre distintos individuos o grupos humanos. Pero es también conciencia de que la otra persona es un ser humano como nosotros y que el otro conglomerado también posee razones aunque no las compartamos. Y tienen el mismo derecho a la vida, la libertad y a la expresión de sus ideas.
El fragor de la batalla del pensamiento, en ocasiones, nos vuelve insensibles a lo que son en esencia nuestros contendores. El valor de la tolerancia nos devuelve a la raíz de donde todos venimos: compartimos la vida y la condición de seres humanos. Así que las diferencias de concepción del mundo, de credos, de puntos de vista, son sólo circunstancias. Y como tales las apreciamos.
El valor de la tolerancia se demuestra exclusivamente, pues, en el ejercicio de la discrepancia de ideas. No hay otro medio. Cuando todos coincidimos en nuestros puntos de vista no es necesaria la tolerancia. Hay un compartir de ideas. La tolerancia es exigente. Por sobre las emociones encontradas, por sobre las ideas e incluso las acciones, en ocasiones, disparatadas, el valor de la tolerancia nos devuelve a la esencia de nuestra humanidad. Al reconocimiento del semejante. Y ello nos hace crecer como personas.