Hoy la Lluvia de Hojas trae un viaje en el tiempo. ¿Pero no es eso acaso lo que siempre hacemos? Permanentemente viajamos en el tiempo y el nos lleva al momento siguiente que seguirá siendo el momento presente.
No obstante, reflexionamos específicamente al respecto, ensayando un ejercicio práctico para viajar en una máquina del tiempo que el lector creará a su imagen y semejanza. Tendrá que intentarlo el lector y acomodarse en su máquina para que le sirva la propuesta.
También revisaremos el sentido del final del tiempo a través de un relato donde el personaje camina de mano con la muerte. Hermes, el enterrador es, por supuesto, bastante parco y sombrío.
Tres poemas sobre el tiempo, de diversa época finalizan nuestro espacio de hoy. Esperamos que el tiempo de disfrute sea dilatado para el lector.
Acaso pueda yo perder el tiempo hablando o escribiendo sobre algo que corre raudo a cada momento. Algo inasible, un concepto que nos lleva por delante inevitablemente pero que a su vez es una vivencia que nos permite realizar la vida. Mejor hacer algo al respecto.
El tiempo es vivencia, es estar en un espacio y moverse en él. Como tal genera recuerdos y proyecciones o fantasías. Por eso el tiempo es padre del pasado y del futuro, de lo que ya sucedió y de lo que posiblemente pueda suceder. Pero ambas dimensiones, nótelo bien, solo existen como referencias en nuestra mente. Una como recuerdos, más o menos ciertos, según el grado de fidelidad de nuestra memoria, generalmente teñida de emoción. Otra como fantasías o planes de vida que podrían ocurrir, realizarse, o no ser, simplemente.
Tanto el pasado como el futuro ocurren en este presente. Es allí donde los percibimos y allí donde nos afectan.
Si esta condición del tiempo fuera inmóvil en cuanto a sentimientos y emociones, observaríamos los acontecimientos en una dimensión de hechos mensurables o posibilidades que no nos preocupan, sino sólo como planes a ser ejecutados. Pero resulta que esos hechos en nuestra mente nos mueven hacia el pasado o el futuro, invadiendo nuestra posibilidad de vivir el ahora, invadiéndolo con temores, angustias, desagrados u otras vivencias desproporcionadas o simplemente insoportables.
Sin embargo, podríamos también hacer de esta posibilidad del tiempo pasado o futuro todo lo contrario. Una oportunidad para crecer y para establecer un clima emocional que facilite nuestro desarrollo. Para ello vamos a emplear una herramienta.
Vamos hoy a hacer un ejercicio. Algo que puede resultar extraño en este sitio. Pero para algo práctico también pueden servir estas Hojas caídas en la Lluvia. Haremos un ejercicio de viaje en la máquina del tiempo. Ello nos servirá, sobre todo, para ir hacia el pasado. Hacia los momentos que nos han marcado y que de alguna manera queremos modificar para quitarnos sensaciones de desagrado que contaminan nuestro presente o para reforzar conductas que nos han servido en otras ocasiones.
Vamos pues a viajar en la máquina del tiempo donde dominaremos el pasado reviviéndolo en cámara lenta y reconstruyéndolo para nuestro beneficio.
Siéntese cómodamente, respire con tranquilidad y dispóngase a viajar. Imagine su máquina del tiempo con detalle, cómo se ve, qué sonido tiene, como la experimenta. Usted es el inventor.
Introdúzcase en su máquina del tiempo, tome posesión de ella, usted la dirige. Ahora póngala en marcha y, desde este momento presente, retroceda en su vida paulatinamente. Dese tiempo para ello. A cada paso revise si la escena que ve o lo que oye o lo que siente es significativo para usted.
Retroceda hasta un momento de su vida donde hubo algo que le molestó. Deténgase allí. Seguramente, usted revivirá las sensaciones que la acompañaron. Pero observe bien, ya los hechos pasaron. Y sin embargo allí permanece ese sentimiento de molestia.
Una vez ubicado el recuerdo a ser visitado, revívalo tal como usted cree que sucedió, sintiendo lo que sintió en aquel momento. Detenga allí su visión, congele la imagen. Si lo prefiere, rebobine y oiga de nuevo las palabras que escuchó en ese momento. Experimente las sensaciones que se suscitan alrededor del recuerdo escogido. Detenga el recuerdo, congélelo. Observe que usted está dentro de su máquina del tiempo. Usted la creó. Usted la controla.
Una vez detenida momentáneamente la acción, imagine cómo usted hubiera querido sentirse en ese momento, como usted hubiera preferido actuar, de haber tenido la experiencia y la oportunidad que tiene ahora.
Reconstruya ahora la escena, haga lo que usted hubiera querido hacer. Vea la acción nuevamente como usted quiere. Borre los parlamentos que le desagradan. Grabe otros, los que usted quisiera haber dicho, las respuestas que usted da en este momento. Póngale el sentimiento que usted quiere.
Una vez reconstruida la escena, véala de nuevo. Si algo no le gusta deténgase, corríjalo y continúe. Inténtelo tantas veces como sea necesario, hasta que esté satisfecho con la escena. Explore ahora el interior de su ser y experimente lo que está sintiendo.
Repita el procedimiento hasta que pueda sentir que ha dominado la escena. Hasta que se sienta bien.
Anote lo más significativo de su experiencia. Y repase sus notas cuantas veces lo necesite.
Las gratificaciones de su vida eran encontrar objetos de oro cuando removía tumbas antiguas. Los guardaba todos, lejos de lo que pensaba la gente que los cambiaba por el aguardiente que le permitía resistir las duras pruebas de su oficio.
Ya me he acostumbrado a la muerte, decía él a quien le preguntara. Pero sus ojos delataban el horror y el vacío que esta le producía. En sus delirios llenos de vahos etílicos y sombras verduzcas se enfrentaba a esa entidad malsana que se escondía persistentemente de su mirada cuando la quería encontrar. Porque él buscaba un duelo con ella, asirla de su traje de negrura, mostrarle los cadáveres que había producido, los cuerpos de mutilados, de niños segados en el inicio de la vida, de seres que podían considerarse valiosos y preguntarle por qué hacía tales desmanes. Pero pronto se le pasaban esas ganas metafísicas con el último resto de la botella y el sopor que creía antecedente de su propia muerte.
Muchas veces lo encontraban durmiendo sobre tumbas frescas o en panteones antiguos. Pero ni el celador del camposanto ni la autoridad del mismo le decía nada. Hermes era el único que con esmero se había dedicado a esos oficios durante años. Tantos qué ya nadie lo sabía. Nadie tampoco conocía su morada. Sólo que quedaba en el propio cementerio.
Su trabajo lo hacía solo. No como otros de su oficio que necesitaban ayudantes. Siendo él un hombre fornido, se encargaba de todo. De la urna, de los sarcófagos, de las lápidas, de la tierra, de la disposición de las flores si las hubiese. También de las exhumaciones, del manejo de los huesos, de la visión cercana de las calaveras conocidas a las que solía preguntarles por el otro mundo sin obtener otra respuesta sino ese silencio de la oquedad ocular.
Nunca andaba acompañado cuando se le veía, las pocas veces que se advertía su presencia, por las calles del pueblo. Decía mi compañera es la muerte. Todos, tal vez por ello, le manifestaban una reverencia repugnante y nadie se le acercaba. Sería su olor a difunto, a flores, alcohol y sudor. Su olor a tierra removida, a gusanos y a terror indecible lo que producía tal reacción. Ni siquiera los niños se atrevían a lanzarle piedras o a burlarse cruelmente de él como suelen hacerlo con los locos, los seres con aspecto repulsivo o los ancianos indigentes. Con él practicaban el silencio, sin perderle la pista hasta que desaparecía en la subida del cementerio.
Pero nadie había que tratara mejor a los difuntos. De cualquier edad y condición. Sin importarle las causas del deceso ni el tiempo del mismo. Sin formular preguntas sobre el motivo de las exhumaciones o de los traslados. Para él todo se teñía del mismo respeto. Uno que trasuntaba su amor al oficio que heredó de su padre, el viejo Hermes al que él mismo enterró en lo más alto del camposanto para que siguiera velando esos predios y con quien hablaba las noches de luna llena, fumándose un tabaco a la vera de su tumba, señalada por grandes piedras y un cartel ideado por el mismo Hermes y pintado con ayuda del boticario. En esa lápida falsa ensayó un enigmático epitafio que también hubiese querido para él mismo. Nadie supo cómo lo concibió y muy pocos lo que significaba: Ahora los conduciré desde este otro lado.
Un día, Hermes se apresuró a encargar una copia de ese epitafio en una tabla nueva. Rogó urgencia pues se acercaba el día de los difuntos. El carpintero y el boticario cumplieron su cometido y ese nuevo cartel era más deslumbrante que el antiguo. Sus fabricantes miraron con orgullo cómo se lo llevaba con reverencia guardado en un saco de harina limpio. Y sintieron que Hermes era un buen hombre. Le renovaría a su padre su lápida de madera el propio día de los difuntos.
Ese dos de noviembre el celador abrió temprano el cementerio y una procesión de gentes con flores y velas fue tomando el lugar por sus diferentes costados.
Sólo un solitario advirtió que al lado de la tumba de Hermes, el viejo, había una tumba nueva, fresca, con una sola azucena y un cartel recién pintado.
Horas después comprendieron que allí yacía Hermes, descansando de sus afanes mundanos y de sus enormes cavilaciones sobre el más allá.
Pero nadie acertó explicar cómo él mismo se había sepultado.