domingo, 27 de diciembre de 2009

Extraños días de amor y reflexión



Cada final de año vuelve a mi memoria el film de 1995, dirigido por Kathryn Bigelow, con guión de James Cameron, Strange Days (Días Extraños, en su traducción castellana) en el que se narran las jornadas finales de un 1999 totalmente alucinado pero en el que la reflexión sobre la memoria es fundamental, más allá de la acción y los efectos especiales.


Eso viene a colación porque siempre vivimos días extraños al finalizar cada año. Y fundamentalmente porque son propicios para el encuentro afectuoso y la reflexión abundante que en la cotidianidad del año se disuelve en la nada. Lástima que la abundancia para muchos sea de la de bebida y comida para olvidar y no para recordar.


En esta Lluvia de Hojas cae una reflexión inoportuna (permítaseme la paráfrasis) sobre el hombre, el caos, la naturaleza, la humanidad y la esperanza. Todo unido con cierto tono de optimismo.


Ello nos conduce también a traer un cuento de amor tenue. Un recuerdo aromático, casi. El final de año es como en Días Extraños, para ejercicio de La memoria, bien propia o cedida por otros. Para revivir recuerdos Y rehacer opciones de vida.


Porque el amor y la esperanza siempre se unen en las reflexiones de estas postrimerías de un ciclo anual y en los albores de otra oportunidad para el ser humano.


Ante la inminencia de lo que viene



Los ciclos del año, con sus cambios estacionales, afectan el aspecto emocional del ser humano. Éste parece seguir una serie de costumbres, cuando no ritos, en esos momentos de transformación de la naturaleza. Es un eterno ciclo que sólo el mismo ser humano ha alterado. Si bien parecieran mínimas las consecuencias del bípedo con cerebro más desarrollado entre las especies (y a veces tan poco utilizado) las evidencias nos empiezan a decir lo contrario.

Quienes no crean en los cambios climáticos, están en todo su derecho a ejercer el libre pensamiento, o mejor, el libre no pensar. Porque la negación no nos salva de las consecuencias desastrosas de un mal obrar mantenido tal vez durante miles de años. El ser humano ha obrado en contra de la naturaleza con un rigor y una tenacidad tan sólo comparables a su ambición de poseer bienes materiales. Poseer la tierra es disfrutar de ella pero nunca abusar de ella. Y, desafortunadamente, allí está la gran confusión de quienes siguen pensando que la tierra les dará todo a cambio de nada.

Vamos a hablar como se hacía hace décadas. La tierra es generosa y nos provee de todo a todos. El esfuerzo humano por explotarla da sus frutos en bienestar y prosperidad. Bien, hasta aquí. Pero el uso de ese principio generó una desigualdad enorme. Una sobreexplotación inservible en último caso, unas consecuencias que se sufrirán en la alteración de las condiciones ambientales en las condiciones de vida, de existir sobre este planeta. Y ello nos alcanzará a todos.

Si tan sólo pagaran quienes tomaron las malas decisiones, tal vez habría justicia. Pero la justicia es un valor humano que hemos debido aplicar como grupo total sobre la tierra antes de iniciar acciones contra nuestro soporte en este mundo.

No es momento de quejas y lamentos. Es un momento de acciones. Claro, qué acción puedo hacer yo como individuo... Es mínima pero algo puedo hacer. Los beneficios de la multiplicación de esas acciones pequeñas, microscópicas casi, de cada ser humano sobre la tierra se verán en algún momento futuro. El actuar con conciencia de lo que estamos haciendo frenará la acción del caos que determina la destrucción de nuestra especie y de muchas otras especies.

Es tiempo de emotivos votos. De promesas para un próximo ciclo. Tanto fiscal como cósmico, de la tierra. Sería oportuno incluir entre esas promesas, tantas veces incumplidas, una en la que todos los días reflexionáramos y actuáramos en consecuencia. Todos los días serán los días de la tierra. Y un solo día, será el de la humanidad.

Este primero de enero de 2010, cuando iniciemos el día en plena oscuridad de la madrugada, con celebraciones, abrazos y profusión de emociones, apartemos un segundo para la tierra y pensemos durante todo el día que ese será el único Día de la Humanidad entera. Todavía vive la esperanza.


Rosita


Sus pasos menudos resuenan en el sol de las tres, colado por entre el cancel de la nave izquierda la iglesia. Viene a entregar el paquete de galletas María al niño de la casa, ritual de todos los jueves, antes de su hora santa.

De ella el niño conserva el olor de flores secas, su, pálida timidez, endulzada por una voz infantil en la que nunca nadie supondría la detentación del estado de casada en un remoto pasado. Pero el niño lo sabe. Fragmentos de su historia se cuelan en la memoria de las conversaciones oídas a los grandes.

Rosita es viuda. Bastante prematura. No cumplía la mayoría de edad cuando el esposo la abandonó por seguir el penoso camino de una enfermedad que lo dejó sin aliento.

Rosita no creció y llegó a anciana como una niña que recordaba la caballerosa atención de su amado. Con él es con quien habla en tenue voz, entre lágrimas disimuladas por los rezos en el templo. Él no le permitía esfuerzo alguno. La bañaba en agua de rosas. La vestía de sedas y brocados. Le brindaba viandas donde brillaban los dulces amasados con leche y miel. Nada le faltaba. Hasta mucho después de su despedida. Pero con el tiempo solo le quedaron los recuerdos.

El niño extraña su ausencia. No merendó con las galletas María. Breve es la explicación de su definitivo y dulce sueño y del emblemático aroma de rosas que acompaña hasta gran distancia su humilde féretro.