domingo, 27 de diciembre de 2009

Rosita


Sus pasos menudos resuenan en el sol de las tres, colado por entre el cancel de la nave izquierda la iglesia. Viene a entregar el paquete de galletas María al niño de la casa, ritual de todos los jueves, antes de su hora santa.

De ella el niño conserva el olor de flores secas, su, pálida timidez, endulzada por una voz infantil en la que nunca nadie supondría la detentación del estado de casada en un remoto pasado. Pero el niño lo sabe. Fragmentos de su historia se cuelan en la memoria de las conversaciones oídas a los grandes.

Rosita es viuda. Bastante prematura. No cumplía la mayoría de edad cuando el esposo la abandonó por seguir el penoso camino de una enfermedad que lo dejó sin aliento.

Rosita no creció y llegó a anciana como una niña que recordaba la caballerosa atención de su amado. Con él es con quien habla en tenue voz, entre lágrimas disimuladas por los rezos en el templo. Él no le permitía esfuerzo alguno. La bañaba en agua de rosas. La vestía de sedas y brocados. Le brindaba viandas donde brillaban los dulces amasados con leche y miel. Nada le faltaba. Hasta mucho después de su despedida. Pero con el tiempo solo le quedaron los recuerdos.

El niño extraña su ausencia. No merendó con las galletas María. Breve es la explicación de su definitivo y dulce sueño y del emblemático aroma de rosas que acompaña hasta gran distancia su humilde féretro.

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