domingo, 31 de octubre de 2010

Un invento, entre la belleza y el otoño



La Lluvia de Hojas de hoy, trae hojas. Muchas hojas viejas y nuevas de distinto color y textura a la vista interior. Raudales de hojas de las que se escogen unas pocas para construir un conjunto que quiere establecer cierta armonía, por lo que aspira a la belleza tan espontánea de lo natural. Solo una esperanza.

En el primer texto se reflexiona, precisamente, sobre la armonía y la belleza. Sin que el criterio para definir la belleza sea exclusivamente el que allí se revisa, va a constituir una de las principales medidas con las que cuenta el ser humano para precisar este valor fundamental.

El relato que le sigue trata de un singular invento que realiza un antiguo deseo del ser humano en algunos momentos de su vida y de la historia, la invisibilidad. Tomado de Un largo olor a muerto, el libro que cumple treinta años de publicado, sigue teniendo singular importancia personal para el autor, al menos. Espero que el lector lo pueda disfrutar también.

Tres poemas de otoño cierran la Lluvia de Hojas de hoy. Verdaderamente con una diversidad de sepias, tonos rojizos y temas sensorialmente diversos, vuelan en los aires frescos de la estación. Añorada y lejana para el trópico pero extrañamente presente en la imaginación.

Que el lector recoja alguna hoja y la guarde dentro de un libro de su querencia.

La belleza como armonía



En cualquier situación donde se halle presente la cualidad de la belleza es característico encontrar un substrato armónico. Los elementos constitutivos del ente que se cataloga como bello guardan una proporción, domina un equilibrio entre sus partes.

Este equilibrio no debe entenderse estrictamente como una medida, sino como una posibilidad de crear un estado. La armonía está en relación con el ser humano. Y sólo en esta relación puede comprenderse extensamente.

La armonía que crea la belleza es reflejo de lo que ella logra producir en el fuero interno del individuo.

La belleza provoca un estado de excitación, mueve al sujeto que la percibe y hace que éste encuentre en esa percepción, en ese estado emocional, una correspondencia entre el objeto y el sujeto.

La armonía perfecta vendría a erigirse como la belleza ideal. Esta armonía perfecta, al igual que sus imágenes parciales dadas por las cosas, las entidades o los seres que logran establecerla temporalmente, no debe ser entendida como quietud o inmovilidad. Por el contrario, la idea de la armonía perfecta, y de la belleza perfecta, debe contener el movimiento perenne de admiración que despierta el objeto de belleza en el individuo.

La armonía, tanto como la belleza, son parte de una búsqueda interior. Cada individuo se ve atraído por la armonía perfecta que en sí contiene toda la belleza posible. Desea realizar este estado en sí mismo.

Mientras ese momento se construye, puede aprender de la belleza y de la armonía externa las claves que lo guiarán hacia el encuentro con su propia realidad.

Fórmula de la invisibilidad



Debe hallar a toda costa la clave de la invisibilidad. Ninguna urgencia material le obliga, ningún acreedor le persigue, sólo la idea de tal fórmula. Más que química percibe que es filosófica, etérea, inaprensible casi, pero real, como cualquier idea que se lleva a la práctica tras años de parecer sin fundamento.

Primero gastó bastante tiempo experimentando con pociones, líquidos volátiles, sólidos y gases diversos. Construyó, luego, prototipos de máquinas que creía con poderes físicos de invisibilizar cualquier materia, pero aparte de acercarse a la muerte y cumplir así su cometido, bajo la descarga de una altísima cantidad de voltios, no pudo avanzar gran cosa en su intento.

Este incidente fue una iluminación sobre el futuro de su búsqueda, debía encaminarla hacia la investigación filosófica, hacia la elucubración metafísica, más acorde a la naturaleza de lo deseado, la esencia del poder de hacerse invisible.

Sabe lo poco original de su idea, ello no lo inquieta en gran medida sino para hallar la causa de los fallos en los anteriores intentos. Reconoce como antecedentes una gran cantidad de películas, cuentos y literatura diversa, y sobre todo un libro de H. G. Wells. En su empresa ha aprendido a no minusvalorar ningún dato, pues, provenientes de elucubraciones del espíritu, dice, que, de ellos algo de cierto debe inferirse además de la simple idea y el deseo de obtener tan apreciado poder.

El desarrollo de tal facultad, más que el de un engendro electro-químico-mecánico-filosófico, debe consistir en, según piensa, el desarrollo de una virtud común en el humano corriente, algo tan natural como sus pensamientos y a la vez tan elevado como ellos.

Se esfuerza desde entonces, simplemente, en aumentar su concentración en la idea de la invisibilidad. Tal prueba le consume, prolongadamente, hasta caer exhausto y sin evidencia de lograr su propósito. Trata de llevar su atención a niveles de profundidad inigualados y con una extensión temporal prolongadísima. Cada sesión experimental es una ruptura con su anterior marca.

Ya domina su cuerpo y mente durante días sin tregua que lo enflaquecen hasta casi desaparecer, pero no tal como quiere, materialmente, totalmente.

Sus esfuerzos no correspondidos por un hallazgo real lo deprimen. Sucumbe a una especie de melancolía benévola que no le permite alejarse de entrever la posibilidad de su idea.

Prueba entonces combinaciones científicas y mentales, uniendo fórmulas filosóficas con químicas y mágicas, en sí mismo, para lograr sólo el desaliento del fracaso.

Recobra el ánimo únicamente para reemprender su búsqueda innumerables veces.

Deja escurrir el tiempo junto a las preparaciones y conjuros, junto a silogismos y sentencias aprendidas y destiladas. Es en ese sostenido esfuerzo donde capta que empieza a lograr su objetivo.

Se desmaterializa por segundos, en una primera etapa de su descubrimiento, luego prolonga con éxito su invisibilidad por ratos, en los que no sabe de sí.

Pierde finalmente toda la noción de su cuerpo en el laberinto de su aparato mental.

Permanece invisible, sin reconocerse, desperdigado en el ámbito de su laboratorio, sin posibilidad de reintegrarse y saber qué buscaba al iniciar el experimento.

De Un largo olor a muerto (1980)

Tres poemas de otoño



La última

instantaneidad

es una sorpresa mortal

de la que uno se desentiende pronto.


Este momento

de consciencia

es apenas el paso

a otro instante

de profundo sueño.


Nada definitivo.


La resurrección del alba

o el sobresalto de la noche profunda

me devuelven,

atravesando la tierra

en un desgarramiento,

a este prolongado sueño

de mi vigilia

donde mi único alivio

es la constancia de tu presencia,

compañera de mis pensamientos

dueña de mis alegrías,

ecónoma de mis tristezas,

amor que no pasa,

vida eterna.

De Instantáneos


Miro las hojas que fui dejando en el camino

para no perderme de regreso

a sabiendas que nadie las comería


Algunas palabras han envejecido

sobre sus amarillentas superficies

Tanto

que en el otoño mental

se confunden con el paisaje

y se visten de tierra

con la esperanza de renacer

en otras palabras vivas aún.

De El paso de la serpiente


El viento de otoño

desprende en frío

la hoja

vestida del color de la estación.


Vuela

en la cresta del aire

hacia una lejanía perdida

en su memoria vegetal.


Tal vez no sea

su último viaje.


El fuego de una hoguera

la conducirá

hasta la casa de las cenizas

que esparcidas en tierra

bañada por el agua vital

abonarán un ciclo eterno.

De Extensa Brevedad