sábado, 14 de junio de 2008

LA PRIMERA COMUNIÓN


José Gregorio Bello Porras

El niño asiste a todas las clases de catecismo en preparación a la primera comunión. Sobre todo le parecen interesantes las lecciones del tío, que abunda en historias y leyendas, anécdotas de las vidas de los santos y del comportamiento de los animales.

El niño siempre ha querido hacer la primera comunión. Desde los cuatro años lo intenta fallidamente, pues todos los sacerdotes lo conocen y lo que hacen es darle la bendición y no la hostia, por lo que tiene que imitar su consumo en sus juegos, con galletas María, donde él mismo tiene que celebrar sus misas y tomar refresco de uva en vez de vino en las copas de cristal que guardan en la vitrina del comedor.

El niño sabe todas las lecciones del Catecismo de la Doctrina Cristiana, formulado por el Arzobispo Arias e impreso como una especie de folleto grande azul y gris. Todas las preguntas y respuestas, en secuencia o salteadas, las puede recitar. Todas las oraciones y signos y las cosas que no están escritas sino que sólo fueron dichas a viva voz, las puede reproducir como si leyera un gran libro en la pared o en el aire.

Por ello, a pesar de su edad se le concede el derecho a comulgar en solemne celebración a celebrarse un veintitrés de mayo, fecha sin especial interés, porque en la prevista se casa el tío José en una ciudad lejana y toda la familia, incluyendo el tío, debe estar presente.

Los preparativos formales son casi tan exigentes como los intelectuales o los espirituales. La compra del traje azul marino es un acontecimiento circunspecto. El anterior traje, uno gris de pantalón corto, le fue mandado a hacer con un sastre. Este traje azul ya estaba hecho. Y al niño le sorprendió mucho el hecho de que adivinaran sus medidas. Lo usaría con una camisa blanca con el cuello por fuera del saco. Nada de corbatas. A la manga irá pegado con alfiler el lazo conmemorativo. Las manos enguantadas llevarán una vela blanca adornada con otro lazo y un misal de tapas duras de blanco nacarado, marcado con un rosario. La madre también mandó a hacer una torta para el solemne desayuno que seguiría a la comunión.

Tres días antes del hecho, se lleva a cabo un retiro espiritual. Todos los aspirantes se reúnen a puertas cerradas en la iglesia durante todo el día para escuchar un interminable sermón del tío párroco. Muchas alusiones infernales hacen que al niño le parezca el acto poco celestial. Sin embargo, disfruta las meriendas comunes para todos los candidatos a primo-comulgantes y la práctica casi inútil del silencio durante todo el día.

En el retiro espiritual tiene lugar la primera confesión. El sacerdote ayuda al niño con una larga lista de pecados que este ni siquiera imaginaba que existían. Aprende palabras como libidinoso, actos lascivos, voluptuosidad, vicios secretos impudicia y otras muchas que olvida sin llegar a enterarse de su significado. Una atmósfera cargada de temor rodea el acto. Y el niño evoca una película de terror donde aparece un templo gótico, parecido al confesionario de oscuras maderas donde se oculta el confesor como si fuese un ser de las tinieblas.

El día llega. La iglesia está cargada de flores e incienso. El órgano resuena en todas sus inmediaciones. Los niños se organizan en las primeras filas de bancos. Con sus disímiles trajes. El niño observa al que parece disfrazado de capitán de la marina. Sólo le falta la gorra. Ve a las niñas, algunas como monjas enanas y otras como novias abandonadas. Pocos niños adoptan la sencillez como él, de traje y camisa abierta. Muchos exhiben botones dorados y corbatas parecidas a la de Bat Masterson. Otros presentan lazos de moño de diverso color y forma. Y uno que otro viste un simple liqui liqui.

La ceremonia es larga y en estricto ayuno. Está cargada de cantos y emociones. Un niño se marea y cae como bulto redondo en el banco. Otro tose en la homilía y el párroco lo mira con fulgurantes ojos. Una niña vomita su amplio traje de tul tras aspirar los aromas entremezclados de perfumes, incienso y flores excesivamente.

El niño de la casa es piadoso. Y le emociona el acto de comulgar. Por ello su silencio es auténtico. Y no sólo el producto de la fatiga expectante por el chocolate, la torta y el abundante desayuno.

Las fotos en los altares sirven de final a la ceremonia. Los niños suben a todos los altares. Posan junto a ángeles, vírgenes y santos. Familias enteras sonríen a los flashes entre gran alborozo. La iglesia deja de ser un murmullo y se convierte en un griterío. En un mercado de la imagen para el recuerdo.

Más allá del desayuno y los regalos el niño espera ansioso el día siguiente. El de la comunión de perseverancia. No tanto por su significado religioso sino porque es la señal inequívoca que antecederá su primer viaje en avión.

Allí constatará lo que ya pudo darse cuenta en la ceremonia de la primera comunión. Que el cielo no está en las nubes ni en otro lugar sobre la tierra.

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