Hoy soñé que entraba a la casa. Todo estaba gris, paredes, muebles y personas. Todas tenían la cara de la muerte. Todas eran difuntas. Pero estaban muy animadas por verme regresar. Muchos de los muros habían caído. Y reestructuraron todo el edificio haciéndolo de tres plantas.
Pero el tesoro había sido sustraído.
En la primera planta me ubicaron. Era un huésped, más que un hijo que regresa o un sobrino, al menos. Hospedaje sencillo. Ambiente único. Debía ascender hasta el tercer piso. Pero no sería fácil.
En el segundo quedaban unos talleres comandados por un capataz exigente, déspota. Y tan solo dejaba el paso a quien le sirviera durante un año y aprendiera con destreza el oficio de la forja de metales. Qué extraño.
En la tercera planta todo sería contemplación. Contemplación de las verdades. Allí estaba, entre los volúmenes de una enorme biblioteca, el libro que contaba quién había despojado el tesoro de la casa.
La biblioteca decía todo lo que podía conocer el ser humano. Yo sólo quería ver el libro, abrir sus tapas rojas y encontrarme con la respuesta al enigma que me robó todos los años de mi vida.
Lo tomé en mis manos. Sentía su apresada energía. Y quise sacarlo de la sala. Un monje cuidaba el enorme archivo y aunque parecía distraído, sus ojos me seguían.
Me voltee de espaldas a su relajada mirada inquisitiva. Y urdí el plan perfecto. En la primera página, antigua, blanca amarillenta y vacía, escribí mi nombre, con una fecha antigua. Así probaría mi propiedad sobre él, si me preguntaban qué llevaba entre mis manos.
Luego avancé hacia la salida. El fraile apenas me miró sin preguntarme nada. Ya lo sabía todo. Era como la biblioteca misma.
Bajé hasta mis prestados aposentos. Y busque el nombre del autor de aquel robo que me había dejado sin la fortuna que siempre quise.
El libro en blanco sólo tenía mi nombre.
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