José Gregorio Bello Porras
El niño de la casa sólo supo la edad del abuelo cuando cumplió los noventa años y le parecieron los años del mundo desde su creación. Desde entonces lo miró con más atención, queriendo descifrar en su hablar pausado una conexión con la época de los desplazamientos a caballo, de distancias dilatadas por el sueño y el humo de ferrocarriles.
Al niño de la casa le gustaba observar sus historias de mesa y sobremesa, entre el vapor de la sopa de cebolla, con la que conjuraba el cáncer, y el tintineo de los cubiertos en la loza, aunque la pausa y los ruidos del comedor le dieran sueño en otras circunstancias. Le apetecían especialmente sus peripecias de juez de pueblo. Sus oportunas salidas verbales y más aún los escapes presurosos por puertas y pasadizos secretos, ante la amenaza de los ruines, por su esfuerzo de hacer cumplir la ley en una época donde imperaba la fuerza.
Menos le gustaban las historias de su quehacer como comerciante, comparando precios irrisorios con los del presente y utilizando extinguidas unidades monetarias y de medida. Aunque se interesaba por su manera de tomar decisiones rápidas que le llevaban a acciones como la de construir una casa después de una noche de planificación e insomnio o la vender todas sus propiedades para iniciar un nuevo negocio o asentir en la compra de una mina de oro en un territorio desconocido, de la que sólo tenía una dudosa muestra y muchísimos papeles que la describían a la manera de los tónicos capilares: Con esta inversión usted asegura su dinero ¡hasta cien veces! Y cosas por el estilo.
El abuelo guardaba mucho. Sobre todo sus recuerdos y las cosas que los evocaban. Lo hacía cuidadosamente, como un embalsamador de remembranzas, en un escaparate de caoba con patas que semejaban las garras de un león.
Luego de la partida del abuelo, infamemente fue pintado de verde y saqueado por quienes parecía no importarles nada de lo que les antecediera.
Allí, en ese armario, el abuelo archivaba sus libelos y respuestas, sus cartas y mensajes, sus objetos y relojes detenidos en un tiempo definitivamente guardado en la memoria.
El abuelo demostraba gran inteligencia en cada una de sus precisas intervenciones. El niño lo comparaba, entonces, con el propio rey Salomón, después de leer los relatos de sus decisiones en la Historia Sagrada.
El abuelo conocía las leyes mejor que los abogados de la capital, quienes se hacían asesorar por él secretamente. Las aprendía de una sola lectura. Y las aplicaba con gran habilidad en inmensa cantidad de casos. El niño imagina la piedra enorme que una vez el abuelo llamó como testigo de un caso, para probar la culpabilidad del reo quien se incriminó al revelar la imposibilidad de traslado de una roca de ese tamaño. Este hecho y la carcajada que despertó le valieron luego una encarnizada persecución por parte de la banda del malhechor sentenciado.
El niño se lo imagina, entonces con capa y sombrero, montando su caballo en las sombras de la madrugada, desplazándose entre matorrales con sigilo hasta sitios más seguros, burlando a sus perseguidores con habilidosos disfraces que le parecen extraídos del carnaval veneciano.
El niño debe al abuelo, además de las intrincadas y graciosas historias, su interés por el latín. Él fue quien lo condujo un día a la sacristía y lo revistió de sotana verde y pequeña capa roja y lo puso a ayudar en los oficios de la hora santa, donde los Cofrades del Santísimo cantaban hasta que él se adormitaba. Ahora ya no podría dormir sino tendría que aprender las respuestas de las oraciones y a cantar el Tantum Ergo. También fue él quien le sugirió al padre Jesús su inclusión en el coro de la iglesia.
El abuelo salvó al niño de los miedos nocturnos cuando corporizaba su presencia casi fantasmal en su habitación, mientras la madre salía a sus reuniones políticas o sociales, dejándolo perseguido por sombras de corujas y por el recuerdo de la mismísima bruja de la bella durmiente, en su fase de dragón eyector de fuegos verdosos y creador de zarzas y alambres de púas.
El abuelo imponía seguridad y su blanca presencia perfumada en lavanda disipaba los temores aunque se mantuviese en silencio.
Por eso el niño sintió más solitarias las noches cuando el abuelo partió hacia el país pretérito de sus historias.
Por eso lo lloró en silencio y buscó ocultarse en plena calle, porque ningún recodo de la casa estaba libre de su presencia.
Y descubrió allí, en la acera de enfrente de la casa, que el abuelo regresaría apoyado en su bastón, luego de darle la vuelta al mundo, viniendo por el este después de haber partido por el oeste, como todos los días solía hacer junto al sol.
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