José Gregorio Bello Porras
La señora Rosa se atreve ahora a retornar al país, totalmente protegida por su apellido de soltera y el irremediable tiempo que ha pasado desde la caída del dictador desde la génesis del experimento democrático.
A la señora Rosa le quedaron malos recuerdos de aquella huida apresurada por tejados nocturnos. También un brazo con músculos necrosados, como consecuencia de la fractura por caída.
Pero paradójicamente, guarda buenas remembranzas de quienes le ayudaron a escapar de la oscura suerte de ser mujer del jefe de la policía del régimen caído. Y esos recuerdos la hacían agradecida.
Para el niño de la casa la señora Rosa era muy simpática. Siempre venía con maravillas que le asombraban. Y le traía ropa nueva, absolutamente original. La verdadera ropa americana, como dice la madre del niño.
Esta vez lo sorprendió con un terno verde oscuro a la última moda. Solapa estrecha y pantalón casi tubo, además del chaleco que le resulta toda una novedad. Viene además con camisas y zapatos de marcas que no se encuentran en estas tierras. Y no siendo poco eso, trae caramelos y chocolates por cajas, que serían la envidia de los demás compañeros de escuela.
También en esta visita la señora Rosa acarrea una primicia viviente. Trajo a su suegra. Una diminuta anciana de atribulado rostro, surcado de llantos antiguos y recientes, que ofrece como regalo, tanto al niño como a su madre, pañuelos bordados con las iniciales de sus nombres. Gesto que la madre del niño sabe corresponder con atenciones esmeradísimas y comentarios tristes sobre los tiempos idos.
Pero al niño le parece extraño el regalo y lo asume como una invitación de la anciana a acompañarla en su desvarío. Sin embargo, encuentra en ella cierta dulzura de abuela que perdona todo desatino.
Mientras las mujeres hablan, el niño se prueba el traje y modela frente al espejo una compostura presidencial. Obligado por la madre a salir de su habitación, tiene que presentarse ante las mujeres que exclaman admiraciones sobre el corte, la caída y la elegancia del diseño. Al niño esto le abochorna. Y al devolverse a su cuarto, para quitarse su ensueño y su rabia, se promete, dilatando su acción, no salir hasta que se marchen las mujeres.
Por la ventana de la sala, el niño observa el automóvil marcharse. Sólo la anciana, mirando por una de sus ventanillas traseras, se ha percatado de su sigilo. Y parece despedirse en silencio con la triste mirada de quien no regresará.
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