Acaso sea el momento de detenerse, como la lluvia cuando ha cumplido su cometido de regar el suelo. Aunque a veces la lluvia parezca no concluir nunca, en el torrencial desplome de los cielos líquidos, siempre habrá un punto en el que el diluvio cesa y se establece una alianza, una armonía, entre las aguas y la tierra.
Ese período de paz, de calma, de suave melancolía, es tiempo de reflexión. La introspección que establece la distancia de los hechos de la cotidianidad con ese período en el que estamos solos con nuestros pensamientos y no en arrebatadora confluencia con todo el ritmo externo, frenético, de actividades, se hace indispensable para que aprovechemos los beneficios de esa agua revitalizadora de las ideas, del sentimiento y de la acción.
La repetición de nuestros días, a menudo, nos hace caer en la rutina. Una y otra vez volvemos sobre los mismos pasos hasta que estos pierden significado. Una parada obligatoria, una vacación de la diaria actividad es indispensable para organizar nuestra mente y nuestro sentir. Ese es el sentido primordial de esos períodos de asueto obligatorio en la actividad laboral.
En realidad de lo que no debemos tomar vacaciones nunca es de nuestra posibilidad de encuentro con nuestra interioridad. Encuentro con nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones. Y si tomamos distancia absoluta de ellos, si los suprimimos, es porque entramos en el vértigo alienado de la rutina, exactamente lo contrario de lo que significa esa parada obligatoria.
La pausa es una conveniente actitud ante nuestro destino. Hoy en día estamos desacostumbrados a ella. La inmediatez de todo lo que acontece, la rapidez de la comunicación, la simultaneidad de acciones, todos aspectos positivos de nuestros alcances en las posibilidades que nos da la tecnología, llegan a ser un impedimento para aprovechar ese momento en el que suspendemos toda otra acción para dedicarnos a nuestras propias meditaciones, a nuestro ordenamiento interior.
En siglos pasados, el alejarse del sitio habitual de vivienda, cosa que solo algunos privilegiados podía hacer, ya permitía una cierta pausa. Las cartas llegaban allí, con el lento ritmo del tiempo de aquellos días y siempre nos hablaban de hechos pasados, de vistas percibidas, de vivencias en el camino de ida hacia el recuerdo. Esa pausa permitía adentrarse en ese aquí y ahora del aislado vacacionista.
No pretendo que hoy hagamos algo semejante, ni retrocedamos a esos tiempos teñidos de sepia, añorados por algunos y desagradables para otros, sino que recreemos el sentido de adentrarnos en nuestra interioridad, viajando a una región donde sólo estaremos con nosotros mismos.
Un viaje así nos reportará el beneficio de regresar con un poco más de experiencia sobre lo que verdaderamente somos.
El espacio y el tiempo entre las lluvias habrán cumplido su propósito.
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