domingo, 15 de agosto de 2010

Sirena 3



Soñó que era una sirena y nadaba en el fondo del océano donde una luz cenital bastante misteriosa, luz onírica, le hacía reconocer extrañas criaturas con las que estaba acostumbrada a toparse. Casi todas respetaban su presencia de soberana marina. Creía ver en ellas los signos de un sometimiento tácito, de un inamovible orden de las cosas en ese mundo de agua sobre agua.

Tentada por la luz del más allá, de ese cielo desdibujado de claridades ondulantes, cedió a subir hasta ese prohibido límite. Allí se asomó al mundo aéreo y le pareció liviano, absolutamente extraño. Imaginó que en él flotaría con mayor gracilidad de la que demostraba en sus piruetas de mujer joven con cualidades de pez.

Salió del agua en una playa desierta y su sistema respiratorio le advirtió el cambio gaseoso. No obstante, sintió más peso del que podía soportar en las profundidades aplastantes de una sima marina.

Pero más pudo la curiosidad. Se paseó desnuda, como en sueños, por entre la gente de un pueblo cercano que no comprendía su lengua de fino canto de delfín. Le parecieron toscos aquellos sonidos guturales y los gritos de los hombres al verla. Una vieja mujer compasiva le cubrió con una desdibujada manta y después por señas la vistió con un pareo a la usanza de esa isla.

En la casa de la compasiva anciana se quedó descansando, entre baños de agua marina y visitas al pueblo de los humanos. Pronto de dio cuenta que los ojos que la miraban hablaban más que los sonidos emitidos por sus gargantas. Había en ellos celos, envidia, lujuria, maldades de diversa índole conviviendo con la compasión y el afecto de algunos pocos.

El rumor profundo del volcán de la isla, hasta entonces pasivo, con su fumarola blanca y larga que en el transcurso de aciagas horas se iba agrisando, anunció serios males.

La gente la vio como la acarreadora de la desgracia. No pasaría un día sin que portando antorchas, comandados por los jefes religiosos, misioneros de la desgracia, fuesen a buscarla.

La anciana llorosa le advirtió a tiempo para encontrar una salida hacia la montaña misma que bramaba sin cesar.

En ese momento decidió despertar.

Estaba sobresaltada. Se incorporó, respiró profundo, queriendo espantar las angustias del sueño. Estiró sus brazos, vió la lejanía desde las alturas de su morada, estiró sus enormes y emplumadas alas y se echó a volar hacia el mar.


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