Los libros van envejeciendo en estantes que se convierten en sus tumbas.
Reposan en gavetas y cajas, ancianos en nichos prestados.
Reclaman distancia a la polilla, sostienen temblorosamente que aún viven.
Protestan ante la carcoma, que sustituye a los gusanos en su voraz función transmutadora.
Dicen que todavía tienen mucho que decir, aunque estén callados.
Menos consuelo ofrecen los títulos inéditos, cuyas hojas sólo han sido leídas por la mano que los creó.
Ni siquiera por sus ojos olvidados que yacen junto a ellos en secretos arcones como referencias echadas al olvido.
Peor la suerte de los libros no escritos, ocultos en la mente efímera de sus creadores.
Nunca verán la luz sino por el pequeño agujero de una boca que los cita en tres frases deshilvanadas.
Qué suerte la de los libros escritos. Sus almas virtuales vagan en inaprensibles espacios.
Sus fantasmas creados por mano humana están convocados a simular la vida y no a padecerla como sus autores.
J. G. Bello Porras
De Momentáneos
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