Varios dibujos en blanco y negro celebran la llegada del nuevo año antes de que suceda tal acontecimiento. El niño siente temor y no alegría al mirar esas imágenes desesperanzadas. En la primera observa un viejo de larguísima barba vestido con una extensa toga, apesadumbrado, acercándose a su tumba, con una banda presidencial donde se lee el año que se escapa. Le acompaña en sentido inverso un bebé que viste sólo la banda referida al siguiente año.
En otra de las imágenes se observa un reloj marcando 10 minutos para las doce de la noche, lo que se sugiere por una media luna y estrellas en el fondo, y se inquiere al lector preguntándole si llegará vivo al nuevo año. Los últimos diez minutos son los más peligrosos.
En la tercera imagen un automóvil atropella a una mujer en las postrimerías del año, dibujada como el reloj en la torre de una iglesia cercana. El niño piensa que en esa capilla se celebrarán las exequias de la inminente difunta, con toda seguridad. Aunque no sabe cómo son las exequias porque nunca ha visto alguna. Sólo conoce el temor. Y tampoco lo sabe explicar. Y se acuerda de la madre que siempre sale y llega tarde.
En la noche de año viejo, como en todas las que le anteceden, el niño observa las imágenes casi obsesivamente mientras aguarda que su madre regrese de la iglesia. Espera que la iglesia no sea la del dibujo. Espera que haya ido a la iglesia conocida, a la de la casa. La respiración se le acelera según pasan los minutos sin que ella llegue. Siempre tarda y al llegar desestima las aprensiones del niño. Y aunque éste siente un alivio, le molesta la certeza de que lo volverá a dejar solo.
Desde que es huésped en la casa de la anciana señorita, se siente prisionero en un castillo de juguete. Y más abandonado que nunca en un universo muy limitado, donde de día encuentra sólo a la anciana durmiendo en un cuarto oscurecido o al ahijado de la anciana, un joven amarillento y distante también dormido en un cuarto de enrarecido aire. Sólo las lagartijas del corral le acompañan en sus juegos. Y poco a poco se incorporan tanto el oso de peluche de la sala como el piano.
Cae la tarde y el joven desaparece como un vampiro y la señorita reza, lee o teje. Y está ausente en sus recuerdos largo tiempo. A veces cuenta historias lejanas y el niño se atreve a escucharla con agrado. Pero del resto del tiempo, contado por las agujas y el péndulo del reloj de la sala, el niño de la casa espera a su madre mirando por la ventana de bloques traslúcidos, tratando de adivinar su silueta en la oscuridad difusa de la noche.
Los cantos navideños se repiten en la radio encendida. El año viejo se va, me voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá. Pero es la madre quien debe venir. Y no aparece. Y el niño se siente confundido.
Llega el padre a la celebración y el niño relaja su tensión con el llanto. El padre bastante alegre y la señorita bastante triste por sus recuerdos, tratan de consolarlo. El niño observa los panfletos oscuros, huele la tinta pesimista que le da forma. Y continúa mirando por la ventana, esperando el milagro de la aparición de la madre, quien regresa de la iglesia sin señal alguna de molestia. Sin hacer caso alguno a las preocupaciones del niño ni a sus angustias de año nuevo.
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