domingo, 26 de diciembre de 2010

El tiempo fluye, el mundo gira



Ningún instante en la vida es repetible. Cada uno de ellos tiene su valor propio. Un valor que sólo cada quien puede darle. Si el valor es ínfimo, la suma de nuestras vidas nos parecerá menguada. Si el aprecio de cada instante es grande, sumaremos una gran riqueza. De ello nos damos cuenta en cada momento de reflexión.

Siempre cambiamos de sitio. A cada momento vamos formándonos y constatando que, aun conservando nuestra identidad, somos otras personas. Mejores, si así lo planificamos y queremos. O tal vez, depreciados, si nos empeñamos en carecer de valor.

Cuando nos encontramos con alguien que no veíamos desde hacía tiempo, seguramente, exclamamos algo sobre ese transcurso de tiempo y cómo ese tiempo ha afectado a la persona que vemos. Si somos jóvenes exclamamos: ¡te estás haciendo viejo! Si hemos pasado la barrera en la que la edad aconseja la prudencia, decimos convencionalmente: ¡te ves igual!

Queremos que el tiempo no pase para no llegar a viejos. Queremos que el tiempo pase para obtener las ventajas de cierta edad. Siempre nos debatimos entre los extremos. La vida es ese fluir. Vamos de un lado a otro.

Permanecer en el mismo sitio es casi imposible. Al menos que nos creamos árboles. Pero aún estos crecen y mudan sus hojas, expandiéndose en el espacio donde están plantados.

El tiempo simplemente pasa. Y cabalgando sobre él, nosotros. Cada uno a su manera. Si nos quedamos fuera es porque una lápida o el olvido nos cubren.

La vida está hecha de cambios. De decisiones propias o ajenas, afortunadas o desafortunadas. Pero está constituida por movimientos que nos han conducido a ser lo que somos.

Tal vez no seamos del todo responsables de lo que nos ha conducido hasta este ahora. Pero sí podemos optar a quedarnos aquí o a avanzar. Y para ello debemos cambiar. Debemos dejar cosas y personas. Corregir errores y saldar cuentas. Debemos elaborar nuestras rupturas de una manera feliz.

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