domingo, 28 de febrero de 2010

Hombre orquesta



En el pasillo de la vieja estación del teleférico se sentaba el hombre orquesta. Su equipo lo componía un tambor con pedal para tocarlo con los pies, una trompeta colocada en un casco con una especie de manguera para soplar desde un distribuidor de aire colocado en su boca, especie de tubo en Y de donde salía también el aliento para ejecutar una armónica, una guitarra con una extraña mano postiza sobre las cuerdas y que iba apretando con movimientos de piernas, unos platillos que tocaba con las rodillas y una pandereta adosada al brazo con el que rasgaba la guitarra, además de un organillo interpretado por la mano libre y no por el mono que lo acompañaba para recoger en un pocillo los céntimos que la gente le ofrecía.

El hombre orquesta vino a estas tierras desde Ecuador. Y nunca más se fue. Siempre salía con su instrumental y, además, próximo a su conjunto, con un gran fardo de tristezas acumuladas durante años de maltratos por parte del cruel público. También llevaba un gastado álbum donde aparecía en distintas capitales, climas y épocas haciendo siempre lo mismo.

Durante sus presentaciones, frente a su puesto de música, una señora vendía manzanas acarameladas. Bastaba con que él comenzara a tocar para que la gorda mujer iniciara el voceo de sus manzanas, tal como se imaginaba el niño de la casa que era la bruja de Blanca nieves pero con un nuevo disfraz. Su cascada voz arruinaba la música. Y ella parecía satisfecha con una mueca de desprecio. Pero al hombre orquesta ya no le era enojoso este incidente permanente. Tan solo veía a la mujer con una triste sonrisa y lástima. Cosa que a ella le enfurecía.

El hombre orquesta y la mujer de las manzanas habían estado casados. Y al separarse compitieron por el sitio privilegiado en la estación de teleférico. Y siguieron rivalizando hasta que el hombre orquesta cerró el espectáculo por vía de muerte natural. Estando en una presentación sonó la trompeta con un lastimero chillido y el estruendo de los instrumentos fue el redoblante que anunció su final.

Dicen que la mujer apenas gritó. Y que a ella se le ocurrió la idea de disfrazar la urna con todos los instrumentos de hombre orquesta.

Cuando lo trasladaron al cementerio municipal toda su parafernalia sobre la urna tocaba una desafinada marcha fúnebre, muy adecuada a la triste ocasión, pero incomprensible a cualquier oído educado. La gorda mujer sonreía, comiéndose una de sus manzanas.


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