domingo, 24 de octubre de 2010

Memoria y olvido 2



No recuerdo haber tocado los mismos puntos de este tema. Sin embargo es recurrente volver a sus recodos que siempre guardarán sombras e inextricables sorpresas. Tanto que de ellas no sabremos nunca.

Recuerdo haber comparado el olvido al sueño y la vigilia a la memoria. Habría que explicar bastante esta simplificación. Tal vez solo una imagen impactante para exponer que la memoria se nutre de la conciencia de vigilia de los hechos. Distinta a la conciencia ética o moral que podría suponer. Poco tiene que ver. Esa conciencia de vigilia parece repetirse en el sueño, al menos en algunos claros y distintos donde vivenciamos pormenorizadamente todos los sucesos, las cosas, el paisaje, el ambiente y las sensaciones. Luego las recordamos al despertar, pero como una vida paralela. Si no anotamos nuestro sueño, se irá desmoronando a pedazos a la luz del día, como si se tratase de un vampiro vuelto a las cenizas del olvido.

Lo que en general sucede es lo poco que recordamos los sueños. Y lo mucho que olvidamos el día y nuestra vida en ellos o en ese estado. En el sueño fisiológico caemos en una inconsciencia que a través de los siglos ha prefigurado la muerte, el gran misterio irresoluto. En los episodios oníricos, accedemos a otra vida, no sujeta en absoluto a las leyes de la existencia de cuando estamos despiertos. Nos transformamos en otros seres posibles, con algo de nosotros mismos, pero de nuestra parte desconocida. Para ello olvidamos la jornada en sus términos de cotidianidad verificable y la transformamos en una dúctil materia. Con el advenimiento de las luces del despertar, ese fenómeno hipnopómpico, se rompe el hechizo y volvemos a ser quienes rutinariamente éramos. Pero por unos instantes, conservamos la memoria de esos sueños. A veces tan brevemente que desechamos toda fijación y nos ponemos los zapatos del lo habitual.

Son tan pocas cosas las que fijamos en el recuerdo que nos sucede, como en el sueño. Apenas una mínima parte permanece fiel. Otra gran parte se distorsiona y la mayor parte se sumerge en las profundidades de la oscuridad, de la noche interior. Y allí, como en un depósito de inutilidades, de piezas perdidas, permanecerán hasta que algo ilumine esas estancias y veamos cosas que por años no recordábamos.

El acto de escribir es una forma de mantener la memoria, de rescatarla para que permanezca o de inventar una nueva memoria, casi como en un sueño, pero despiertos. De allí que, una y otra vez, quien escribe se refiera siempre de alguna manera a su vida y sus vivencias en todos los inventos que hace utilizando las palabras. Toda ficción tiene algo de recuerdo recuperado. No obstante, también de olvido o de reformulación de la vida. Tal vez olvidamos para enmendar lo que no queremos. E inventamos para hacer lo que quisiéramos. Tal vez.

La memoria y el olvido viven en el mismo sitio. Son gemelos siameses en nuestra vida. Separados, escindidos, la angustia asfixiaría a su poseso en un mar de dudas. La absoluta memoria con su carga de incertidumbres pesarosas, llenas de las sombras del insomnio, situándonos al borde de la desesperación de un saber ilimitado que se sabe ceñido a las circunstancias temporo- espaciales de la existencia individual. El olvido total, la amnesia, con su angustia de muerte y nacimiento súbitos, con el enorme orificio de la ausencia llamándonos al vértigo, si no se recibe el beneficio de la inconsciencia total de un pasado.

Memoria y olvido. Necesarias para sostener la vida en su justo desequilibrio.

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