Despertó azorado de su laberíntico sueño. La mañana fresca le devolvió a su pausada realidad, estaba allí junto al árbol, bajo su sombra. En medio del Jardín del Edén. No había duda era el árbol del bien y del mal, sus ramas, a prudente distancia, acunaron su sueño.
Recordaba perfectamente todo. Mas olvidaba el detalle de cuándo se había dormido allí ,en ese paraje cuyo silencio era solo interrumpido por trinos de aves melancólicas.
Trató de rehacer el sueño en todos sus detalles aún frescos, hasta en el olor de los apestosos humos que lo aturdían con sus fuentes de emanación. Debía retenerlo en su memoria. Contarlo por generaciones. Porque intuía la importancia de tal acontecimiento como si fuese un evento de predicción universal.
Reconoció que estaba en la mitad del Jardín, después de sus últimos efluvios hipnopómpicos. Ya totalmente despierto, se incorporó para sentarse y colocar como espaldar el grueso tronco de la sabiduría.
Había soñado que estaba en un lugar remoto, fuera de ese sitio de privilegios absolutos, un sitio sombrío, de cielos grises y estrechas veredas de piedra, atacadas por animales rugientes de resplandores especulares y que emanaban continuamente ventosidades catastróficas y oscuras. Humo, todo lo llenaba el humo. Piedra pulida y cuevas perfectamente delineadas, altas montañas uniformes que quisieran pinchar al mismísimo cielo. Y muchos semejantes suyos paseaban sin reconocerlo ni siquiera con un leve ademán. Además iban cubiertos de pieles y géneros de consistencia parecida a las nubes, al agua, a las plantas, que los apartaban de la naturalidad. Se amarraban lianas perfectamente cortadas, en el cuello. Llevaban sus cabezas encapsuladas en atuendos que parecían hongos. Él mismo se descubrió en un espacio que lo reflejaba portando un idéntico ropaje que cubría su desnudez. Y se sobresaltó. No, el no había comido el fruto prohibido. No. Pero estaba en ese destierro lejano. Trafago de angustias y feroces tratamientos. Su visión era clara y todo le parecía conocido mas no identificaba los nombres que aún no se habían inventado. Llegó a un sitio donde al pasar a un recinto interior subió en brazos de ángeles metálicos. Una extraña corteza de árbol pulido cubría la entrada a su cueva. Allí le aguardaba su mujer, la reconoció como tal en el acto, luego, al rato le agasajó con abundantes manjares con el sabor desconocido del recuerdo. Por largos momentos vieron un extraño artilugio de luminiscencias donde se movían diminutos seres. Y después fueron a yacer juntos, arropados por pieles tan tersas como nunca imaginó. Aspiro el aroma de aquel sitio con fuerza y se durmió.
Ahora, despierto en este paraíso, ya sabe que comenzó un exilio muy cercano. No encuentra la forma de volver a dormir para regresar a su lejano sueño.
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