domingo, 22 de agosto de 2010

Autómata 6


El viejo autómata había aprendido todo lo que sabía su creador, un extraordinario inventor muy reservado, quien gustaba mantener en secreto sus descubrimientos, tanto que muchos de ellos los había olvidado por el extraordinario celo en restringir las miradas de ajenos, en las que solo advertía intenciones malsanas de robo, plagio o falseamiento. Pero el autómata nada dejaba de recordar.

El viejo autómata era un fiel servidor de su amo. Lo ayudaba en toda labor en donde se necesitase la fuerza, la destreza y el conocimiento de alguien fornido, lúcido y de un aprendizaje a prueba de la desmemoria por indeterminados siglos. Cualidades que ya el anciano docto no podía dominar, igual que sus esfínteres.

El viejo autómata a lo largo de su artificial vida, por el contrario, había mejorado su aspecto, desde el de un robot mecánico tradicional al de un hombre maduro de piel sintética bastante natural y ceñudo rostro, poco dado a las expresiones emotivas. Lo hizo él mismo, por cuenta propia. Poco a poco, mientras su amo se ocupaba de otras cosas o cabeceaba en un sillón leyendo algunos números atrasados del Journal of Neuroscience.

No obstante este descuido de su amo hacia él, podría decirse que era devoto servidor de su inventor, solícito con su creador. Incluso no lo contradecía en sus errores evidentes sino que cuidadosamente los modificaba, a fin de que los experimentos y demás labores cotidianas resultasen totalmente exitosas y no en atronadoras explosiones y otros peligros mayores para la humanidad.

Fausto fue el nombre que adoptó el autómata a la mitad de su vida. Lo hizo por voluntad propia también, pues nunca su inventor le adjudicó apelativo alguno, más que un apodo, Tim, resultado de una vieja anécdota que ni el mismo autómata quería recordar, por el que poco afecto que le tenía a ese falso nombre.

En sus últimos días, ya decrépito de ancianidad, el profesor estaba enfrascado en el estudio experimental de la clonación. Había fabricado con cierta pericia, a través de Fausto, replicando algunos experimentos bastante conocidos, algunos ratones de laboratorio e incluso un mono con cara de perro. Un ser poco menos que monstruoso y chocante. Fausto, le seguía la corriente y precisaba los errores que el viejo profesor cometía en sus instrucciones.

Preparando una clonación humana acelerada, más por impulso del mismo Fausto que por esfuerzos del profesor, quien se hallaba ya postrado, el anciano científico llamó a su ayudante. Tim –le dijo mientras Fausto se amargaba internamente debes terminar ese experimento y publicar los resultados a mi nombre. Yo creo que no voy a resistir mucho.

Fausto le prometió que sería su obra, exactamente y que llevaría toda la gloria de ese experimento perfecto. Usted será reconocido, profesor, le replicó Fausto mientras, súbitamente, el anciano expiraba sin otro aviso.

Fausto hizo los preparativos para una cremación inmediata, según los dictados de su creador. Encargó el proceso a una agencia funeraria especializada y continuó incansablemente hasta obtener el resultado perfecto en su obra.

Un ser de carne y hueso se levantó de la enorme incubadora cargada de cables conectados a ordenadores. Vio a Fausto y preguntó, usando algunas de las trescientas palabras con las que lo había precargado, ¿Quién eres?

Soy Fausto tu creador, le respondió el autómata con un amago de sonrisa amarga. ¿Y yo quién soy? – le repreguntó el recién creado.

Entonces Fausto amplió su sonrisa y le dijo, tú eres Tim, mi ayudante desde ahora y hasta el fin de tus días en la tierra.

Mientras, decía con relamido gusto cada palabra, Fausto recordaba en el rostro del clon, de mirada perdida, los rasgos juveniles del profesor, extraviados cuando aún Fausto no tenía memoria ni presencia en el mundo, fisonomía sólo retenida en una vieja foto de graduación que aún colgaba hierática, llena de polvo, de la pared del laboratorio.


1 comentario:

Anónimo dijo...

I typically do not submit in Blogs but your blog forced me to, awesome function.. gorgeous