domingo, 28 de marzo de 2010

Hermes, el enterrador


Las gratificaciones de su vida eran encontrar objetos de oro cuando removía tumbas antiguas. Los guardaba todos, lejos de lo que pensaba la gente que los cambiaba por el aguardiente que le permitía resistir las duras pruebas de su oficio.

Ya me he acostumbrado a la muerte, decía él a quien le preguntara. Pero sus ojos delataban el horror y el vacío que esta le producía. En sus delirios llenos de vahos etílicos y sombras verduzcas se enfrentaba a esa entidad malsana que se escondía persistentemente de su mirada cuando la quería encontrar. Porque él buscaba un duelo con ella, asirla de su traje de negrura, mostrarle los cadáveres que había producido, los cuerpos de mutilados, de niños segados en el inicio de la vida, de seres que podían considerarse valiosos y preguntarle por qué hacía tales desmanes. Pero pronto se le pasaban esas ganas metafísicas con el último resto de la botella y el sopor que creía antecedente de su propia muerte.

Muchas veces lo encontraban durmiendo sobre tumbas frescas o en panteones antiguos. Pero ni el celador del camposanto ni la autoridad del mismo le decía nada. Hermes era el único que con esmero se había dedicado a esos oficios durante años. Tantos qué ya nadie lo sabía. Nadie tampoco conocía su morada. Sólo que quedaba en el propio cementerio.

Su trabajo lo hacía solo. No como otros de su oficio que necesitaban ayudantes. Siendo él un hombre fornido, se encargaba de todo. De la urna, de los sarcófagos, de las lápidas, de la tierra, de la disposición de las flores si las hubiese. También de las exhumaciones, del manejo de los huesos, de la visión cercana de las calaveras conocidas a las que solía preguntarles por el otro mundo sin obtener otra respuesta sino ese silencio de la oquedad ocular.

Nunca andaba acompañado cuando se le veía, las pocas veces que se advertía su presencia, por las calles del pueblo. Decía mi compañera es la muerte. Todos, tal vez por ello, le manifestaban una reverencia repugnante y nadie se le acercaba. Sería su olor a difunto, a flores, alcohol y sudor. Su olor a tierra removida, a gusanos y a terror indecible lo que producía tal reacción. Ni siquiera los niños se atrevían a lanzarle piedras o a burlarse cruelmente de él como suelen hacerlo con los locos, los seres con aspecto repulsivo o los ancianos indigentes. Con él practicaban el silencio, sin perderle la pista hasta que desaparecía en la subida del cementerio.

Pero nadie había que tratara mejor a los difuntos. De cualquier edad y condición. Sin importarle las causas del deceso ni el tiempo del mismo. Sin formular preguntas sobre el motivo de las exhumaciones o de los traslados. Para él todo se teñía del mismo respeto. Uno que trasuntaba su amor al oficio que heredó de su padre, el viejo Hermes al que él mismo enterró en lo más alto del camposanto para que siguiera velando esos predios y con quien hablaba las noches de luna llena, fumándose un tabaco a la vera de su tumba, señalada por grandes piedras y un cartel ideado por el mismo Hermes y pintado con ayuda del boticario. En esa lápida falsa ensayó un enigmático epitafio que también hubiese querido para él mismo. Nadie supo cómo lo concibió y muy pocos lo que significaba: Ahora los conduciré desde este otro lado.

Un día, Hermes se apresuró a encargar una copia de ese epitafio en una tabla nueva. Rogó urgencia pues se acercaba el día de los difuntos. El carpintero y el boticario cumplieron su cometido y ese nuevo cartel era más deslumbrante que el antiguo. Sus fabricantes miraron con orgullo cómo se lo llevaba con reverencia guardado en un saco de harina limpio. Y sintieron que Hermes era un buen hombre. Le renovaría a su padre su lápida de madera el propio día de los difuntos.

Ese dos de noviembre el celador abrió temprano el cementerio y una procesión de gentes con flores y velas fue tomando el lugar por sus diferentes costados.

Sólo un solitario advirtió que al lado de la tumba de Hermes, el viejo, había una tumba nueva, fresca, con una sola azucena y un cartel recién pintado.

Horas después comprendieron que allí yacía Hermes, descansando de sus afanes mundanos y de sus enormes cavilaciones sobre el más allá.

Pero nadie acertó explicar cómo él mismo se había sepultado.


1 comentario:

Elizabeth dijo...

Magnífico relato con un final que propicia la imaginación...