domingo, 14 de febrero de 2010

La historia de Pedrito




Pedrito A. era un hombre de alta sociedad. Rico de cuna, consentido de su padre, un comerciante muy próspero de la Caracas de finales de siglo XIX y comienzos del XX. Era un raro consentimiento pues el trato del padre estaba lleno de distancia y dureza, no así su disposición de darle todo lo que le exigiese. El padre insistía en los estudios. Quería que fuesen en derecho pues necesitaba un magistrado en la familia. Incluso le ofreció que lo mandaría a especializarse en la Sorbona. Pero Pedrito tenía otros planes. El joven Pedrito estudió en la Universidad capitalina y se recibió de heredero más que de cualquier otra cosa, dedicándose a sus negocios después de pasear por la vida bohemia que le permitía la época, su situación económica y el pretexto de sus estudios. Paris y New York eran destinos muy apreciados por él. Más la primera ciudad que la segunda. Pero, de alguna manera, le deslumbraba el norte, como si sus luces fuesen la verdad absoluta. Nada de ello parecía ayudarlo en su profesión de abogado. Nunca la ejerció.

Así, manteniéndose en esa vida feliz se encontró, muy cerca de uno de sus negocios interioranos, con una joven de San Diego, con un carácter firme, casi indoblegable, Josefina G. Gente de campo, ella era una buena administradora natural, tanto en la escasez como en la abundancia. Y él no le atrajo por sus negocios sino por su disposición hacia ella. Aunque el amor, al parecer, también tuvo mucho que ver. Pero era un amor distinto a los que se acostumbraba. No era por conveniencia. Era un amor extraño. Como de reyes distantes que se unen en la cama, territorio ignoto para el resto de los mortales.

Se casaron, a pesar de la oposición paterna y las amenazas de la desheredación. Pedrito quería a J. y lo demostró en ese despojamiento absoluto. Buscó un trabajo en el comercio, sin atreverse a ejercer su oficio de leyes. Pronto su padre lo llamó y le ofreció de nuevo la conducción de sus negocios. Había pocos como él, tan aplicados a producir dinero. Y a gastarlo también.

La casa donde se estableció la pareja, aunque en un principio sin la magnificencia y el tamaño, fue convirtiéndose por obra del gusto y el gasto en una casa de la realeza. Casi, si le hubiese sido permitido algún título nobiliario que completara y diera realidad a los blasones de su entrada. Su morada era un pequeño palacio, una quinta reciente, con aspiraciones de estilo colonial americano indefinido. Habitaciones con camas endoseladas, grandes muebles de caoba pesada, cortinajes más pesados aún, comedores de grandes mesas de doce puestos, una y otra de seis puestos, la íntima. Vitrinas con fina cristalería de bohemia que Pedrito tocaba con deleite, tratando de escuchar todas las notas y seminotas musicales en ellas, según el nivel de contenido de vino tinto que él libaba a satisfacción hasta encontrar el tono preciso ya en la sobremesa; gran biblioteca de caoba con libros de gruesos lomos estampados en oro, cuadros de autores diversos, sin mucho criterio de selección. Fotos de los mejores autores de la capital, en marcos gruesos y dorados, algunos de tamaño natural. Otras en portarretratos de plata con detalles de oro, de grupos familiares. Allí, en esos espacios congelados de luz y sombra se irían reuniendo los hijos de la pareja. Derroche de estilos modernos y clásicos, congregados en una conjunción era esa casa. Un tanto pesada pero armoniosa en su densa globalidad.

El niño que yo era recorrería una de sus casas, tiempo después y palparía ese mismo panorama, a pesar de que las circunstancias habían cambiado, los tiempos también y esa otra casa era más pequeña que la que originalmente tuvieron los esposos, pues ya Josefina era viuda. Allí el niño vio los retratos y se deslumbró con la nitidez de los rostros de los difuntos. El niño nunca conoció en persona a Pedrito.

La pareja tuvo tres herederos, según le gustaba llamarlos a Pedrito, un hijo y dos hijas. El mayor llevaba su nombre junto al del abuelo, Manuel. Las hijas obedecían a los nombres de Perpetua y Felicidad. Una especie de deseo extendido en carne y hueso en su descendencia. El hijo, Pedro Manuel, al que nunca aplicaron el diminutivo reservado a su padre, era de naturaleza nerviosa. Irritable por momentos. De grandes ideas, generalmente confusas, mezcladas con pocas lecturas de la biblioteca virgen de su casa.

Las mujeres eran del mismo carácter recio de la madre.

Pedrito y su esposa hicieron prosperar los negocios del padre ya anciano, hasta niveles que constituían la envidia de los competidores. Tanto hacían que siempre terminaban dedicando los excedentes a viajar sin rumbo durante tres meses del año.

No eran pocos los destinos exóticos que visitaban. Desde un largo viaje a China y otro agotador al pacífico sur y Australia, hasta los placenteros viajes a Europa, donde habían cultivado amistades entre la gran clase de las capitales y ciudades importantes de provincia.

Pedrito, aficionado a que le tomaran fotos y a la fotografía en general, siempre se proveyó de muchas instantáneas y de otras fotos posadas en estudio de cada ciudad visitada. Generalmente, vestía el traje típico del lugar, una costumbre de las fiestas de carnaval que luego aprovecharía en fiestas de disfraces y en los siguientes carnavales para organizar comparsas que ganaban premios en todos los eventos a las que concurrían. El niño lo recuerda en una foto con disfraz de príncipe árabe, un príncipe de fantasía con botas altas de cabalgar, turbante y ropa holgada. No llevaba túnica sino unos pantalones de montar. Y al niño no le parecía un disfraz real pues él sí tenía un ropaje nómada –pues lo prestaba a todos sus primos– de árabe auténtico que le trajo su tío padrino desde el cercano oriente.

Los barcos y los ferrocarriles eran su forma de desplazarse sobre la faz de un planeta que era su casa durante tres meses al año. No se contentaban con recorridos preestablecidos, con destinos comunes, con ciudades capitales, penetraban en la interioridad de los países, a veces corriendo grandes riesgos. A Pedrito le gustaba la aventura durante tres meses del año.

Las fotos eran luego su pasión. Capturadas sus aventuras en pequeños cuadros blanco y negro, las enseñaba a amigos y relacionados, reviviendo los momentos con sus dotes de narrador oral extraordinario. También retenía sus recuerdos en una serie de cuadernos que almacenaba en un arcón de madera. Cuadernos empastados con tapas que parecían manchas de tinta y el numeraba simplemente. Llegó a tener unos ciento veinticinco. Pero nunca mostraba sus anotaciones. Al parecer, releía sus notas, cuando iba a contar sus anécdotas. Pero no permitía que nadie se acercara al arcón de sus recuerdos.

Todos los años, por la misma época, aparte de sus tres meses de viaje, pasaba quince días en New York. Siempre en otoño. Y en el mismo hotel. Su esposa se quejaba de esa rutina que empezaba a parecerle fastidiosa tras el décimo viaje. Pero la mirada fija de Pedrito, junto al ventanal que daba al Central Park, desde el hotel, una mirada perdida en las últimas horas de luz, la convenció que él buscaba algo que no había hallado aún. Y silenciosamente lo continuó acompañando durante treinta años de viajes. Ni las guerras impidieron estos recorridos. Los últimos ya en avión e incluso en el Súper Constellation, un prodigio que él quería experimentar.

Poco después, sin llegar a los años sesenta, su vida se extinguiría tal como se desarrollo, entre lo apacible y la aventura. En el último viaje a New York, después de visitar el Tíbet, donde había contraído un catarro crónico, exacerbado por su hábito de fumar puros habanos, empeoró y cuando iba a ser ingresado al Hospital, falleció sin dar tiempo de ningún auxilio.

La viuda se cerró de negro. Desde entonces usó hasta anteojos oscuros con fórmula correctiva. Y su risa estaba perdida en la oscuridad de la tumba de su esposo. Guardó el arcón y las fotos de Pedrito durante toda su vida. No permitió que nadie más las viera.

Poco antes de morir, cuando sabía que su hora estaba cerca, J. reunió todos sus recuerdos, junto a los retratos y las fotos que pendían de los muros de la casa, los congregó en el patio trasero de su casa, una casa más pequeña a donde se mudó después de la muerte del esposo, e hizo una enorme hoguera, parecida a las piras funerarias. Asustadas las hijas y el nervioso hijo corrieron a ver qué sucedía y ella les explicó serenamente. Así será más fácil que nos olviden y no permaneceremos como imágenes extraviadas en la basura, a dónde no pertenecemos…

Los marcos vacíos mostraban entonces la cara más limpia de las paredes. Dejando espacios en blanco para la imaginación.


1 comentario:

Elizabeth dijo...

Qué hermoso mensaje nos entrega este relato.
Si queremos recordar a alguien sólo nos bastará con cerrar los ojos y allí estará....