Conocí el otoño –y sin duda todas las
estaciones– guiado por la centenaria
caoba que asombraba el frente de la casa de mi infancia. La capa de hojas
doradas y sepias con la que revestía la calle daban un olor característico al
tiempo. Antes de una nueva primavera, se mostraba como un fornido esqueleto que
desafiaba cualquier razonamiento. Ya la ciudad se había envuelto en cemento y
el árbol era, tanto una profecía en invierno, como una isla en lo gris, en su
verdor veraniego.
Las estaciones de nuestro trópico son díscolas.
Se suceden en diversos momentos del año. Y esa especie vegetal escogía como su
otoño el tiempo que antecedía la semana santa, para luego, tras su breve desolación,
darle sentido con sus retoños a la expresión de pascua florida.
J. G. B. P.
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